Pocas cosas dejan más en evidencia el proceder de la clase política que la presentación de una reforma tributaria. Cada cierto tiempo, cuando el presidente de turno determina que es momento de meterles el diente a los impuestos, los colombianos tenemos que asistir al mismo teatro del absurdo.
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Pocas cosas dejan más en evidencia el proceder de la clase política que la presentación de una reforma tributaria. Cada cierto tiempo, cuando el presidente de turno determina que es momento de meterles el diente a los impuestos, los colombianos tenemos que asistir al mismo teatro del absurdo.
La dinámica funciona de la siguiente manera: el ministro de Hacienda dice en alguna entrevista o foro que ha llegado la hora de hacer una reforma tributaria. Acto seguido, el tema queda servido en el centro del debate nacional y los medios le dedican cientos de horas al aire y toneladas de tinta a especular sobre el contenido del paquete legislativo que se viene. Poco a poco, con el pasar de los días, el Gobierno va filtrando por diferentes vías algunos de los puntos que serían incluidos. Por lo general, se trata de medidas impopulares y polémicas como gravar los huevos, las lentejas o el café.
Con ese ejercicio el Ejecutivo logra dos cosas: por un lado, medir el aceite en la opinión sobre los temas en estudio, y, por otro, instalar una cortina de humo para que la gente discuta sobre esos asuntos menores, mientras ellos ferrocarrilean los orangutanes de fondo por debajo de la mesa. Así las cosas, cuando el texto definitivo llega al Congreso sin incluir varios de los artículos que antes indignaron a la gente, el Gobierno se presenta como el amigo del pueblo que logró frenar las medidas arbitrarias que, de implementarse, hubiesen afectado gravemente a la clase media.
En paralelo a esa puesta en escena, los líderes de los partidos, a sabiendas de que criticar la reforma les da réditos políticos, vociferan a micrófono abierto su férrea oposición al texto que llega al Capitolio. No obstante, la indignación que pregonan no es más que una pantomima para notificarle al Gobierno que, si quiere aprobar su reforma, más vale que abra la llave y les ofrezca mermelada a borbotones a los partidos.
El presidente, luego de una ronda de lectura de los periódicos y las columnas dominicales, entiende el mensaje. Empiezan entonces a rondar en los pasillos del salón elíptico gabelas y ofrecimientos burocráticos a los que los parlamentarios, naturalmente, no se pueden resistir. En ese momento, los legisladores se olvidan de las disputas y debates macroeconómicos del pasado. Y así, como por arte de magia, al filo de la media noche, se anuncia que la reforma tributaria, esa misma que los partidos prometieron hundir, quedó aprobada sin mayores contratiempos. ¡Comuníquese y cúmplase!
Con esta nueva reforma, la tercera de la era Duque, quien había prometido no subir los impuestos, la tradición nacional se cumplió al pie de la letra. Germán Vargas Lleras, César Gaviria y el propio Álvaro Uribe, los tres líderes políticos que más pesan en el Congreso, han hablado pestes de la tributaria. El último hasta mandó a sus hijos a poner en cintura el presidente. Gaviria, más beligerante que nunca, juró, gritando, que los liberales no se iban a dejar comprar con mermelada. Y que el liberal que vote la reforma se quedaría sin aval. Puro show.
Mi profecía: los puestos llegarán y la reforma será aprobada con el apoyo de Centro Democrático, los liberales y Cambio Radical...