Hace unos días, a propósito de alguna de las cada vez más frecuentes arbitrariedades del Ejecutivo, apareció un trino que describe perfectamente el estado actual de las cosas. Perdonarán la grosería, pero así fue escrito: “Esta última fase del gobierno de Duque se llama Ya qué, hijueputas, y es la más peligrosa”.
Razón no le falta al internauta. De un tiempo para acá y en plena antesala de las elecciones, el presidente y sus aliados han puesto su desbordado poder en función de un objetivo común: hacer lo que toque, legal o no, para evitar que uno de sus adversarios se siente en la silla de Bolívar. No queda ya asomo alguno de vergüenza. Disimular las artimañas dejó de ser menester para quienes hoy ocupan las más altas dignidades del Estado colombiano. Ahora la cosa es de frente.
Lo que hoy está ocurriendo es realmente grave. Si bien son pocos los oficios en los que el actual jefe de Estado ha sido exitoso, hay que decir que a la hora de cumplir con la misión de cooptar todas las ramas del poder público Duque ha sido más eficaz que nadie: para eso sí resultó bueno. Con su llegada a la Presidencia, los más altos cargos quedaron en manos no precisamente de los mejores sino más bien de sus compañeros de pupitre, fieles servidores que, al posesionarse, le juraron obediencia y lealtad.
Ahora, cuando el presidente y su sector político están perdidos ante la opinión pública, las cabezas de los órganos de control, las autoridades electorales y los parlamentarios arrodillados se pusieron de acuerdo para pagarle el favor a quien los instaló en sus flamantes cargos. ¡Y de qué manera! La estrategia del “Gobierno de la legalidad” es tan macabra como elaborada. Las garantías electorales y la institucionalidad nunca habían enfrentado una amenaza semejante.
Los descaros son numerosos. Y no deja de ser preocupante que el Estado en pleno esté dedicado a encontrar la manera de robarse unas elecciones. No hace falta ser un genio para darse cuenta de lo que está pasando. Basta con hacer un listado:
El Gobierno se pasa por la faja la Constitución para suspender la Ley de Garantías; la Fiscalía y la Contraloría emprenden indefendibles persecuciones judiciales contra los adversarios del presidente; amplían descaradamente las nóminas de las entidades públicas para repartir los puestos entre los políticos que les ponen los votos; la Registraduría, que ni siquiera cumple con el mínimo deber de permitirles a los ciudadanos inscribir la cédula, parece ser más parte que juez imparcial, y su titular tiene la desfachatez de decir que quien no sienta garantías no se presente a las elecciones.
Pero, dentro de toda la cadena de acciones del Estado que tienen en riesgo la legitimidad del proceso electoral que se viene, no existe un descaro mayor que el de la procuradora general. Esto hay que decirlo sin vacilaciones: la señora Margarita Cabello está diciendo mentiras. Los 1.208 cargos que acaba de crear con ayuda de su amigo el presidente nada tienen que ver con el cumplimiento del fallo de la CIDH en el caso Petro. Hace todo parte del mismo juego: tener más puestos, más presupuesto, más contratos y menores controles. Qué peligro.