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Se burla el argentino Martín Caparrós de quienes vaticinan —desde hace demasiados años ya— la inminente muerte del periodismo escrito y de los medios impresos.
Y acusa a los propios directores y propietarios de esos medios de ser los principales promotores de esta supuesta desaparición: “Siguen adelante con sus páginas llenas de fotos, recuadros, infografías, dibujitos. Los carcome el miedo a la palabra escrita.”, dice en un texto llamado, justamente, Por la crónica.
Recordé el diagnóstico de Caparrós —quien es a su vez uno de los mejores cronistas latinoamericanos— después de releer dos grandes crónicas recientes. La primera, La eterna parranda de Diomedes Díaz, es un enorme — en la mejor acepción posible— perfil del cantante vallenato, escrito por Alberto Salcedo Ramos y publicado en la más reciente edición de la revista SoHo. La otra es El rastro en los huesos, una durísima crónica de la argentina Leila Guerriero, que acaba de recibir el Premio Nuevo Periodismo de la FNPI.
La eterna parranda de Diomedes Díaz es, ante todo, un admirable ejercicio de reportería: durante cuatro años, este periodista barranquillero siguió a Diomedes Díaz con la intención de descifrar sus misterios. Pero, durante el trabajo de investigación, descubrió que su propia vida estaba sorprendentemente conectada a la de su personaje. En un momento clave del texto, el autor cuenta cómo el cantante se negó a darle una entrevista a pesar de su insistencia: construye entonces un monólogo con la voz de Diomedes, para explicar sus razones. Esto, desde luego, no sería aceptable en un contexto periodístico, pero no es un giro irresponsable. Al contrario: sólo un narrador que conoce a fondo a su personaje podría hacerlo sin traicionar la verdad.
Salcedo muestra a Díaz como un genio que, después de alcanzar la mayor gloria, cayó en el fondo. Un hombre con un talento extraordinario, que no ha sabido manejar su fama, y con una vida que es un constante ir y venir entre crucifixiones y resurrecciones. También es un espejo en el que se refleja Colombia: “La historia de Diomedes era la historia de todos estos asuntos placenteros de la cultura popular: paisaje, magia, poesía, bohemia, sentimiento. Pero él la convirtió en un caso de página judicial salpicado de temas terribles: drogas, homicidio, paramilitares”. La excentricidad —y también la perversión, la crueldad, el exhibicionismo y la irresponsabilidad— de Diomedes es en realidad la respuesta de un ídolo que enloqueció para soportar la locura de sus fanáticos.
La crónica de Guerriero, publicada en la edición de marzo de 2008 de la revista Gatopardo, es también una radiografía del lado oscuro de su país. La periodista pasó varios meses con un grupo de antropólogos forenses argentinos que se dedican a exhumar cadáveres de jóvenes asesinados durante la dictadura militar. Cuando identifican la identidad de los cadáveres, buscan a sus familias y les explican cómo y cuándo murieron. Lo que podría parecer, en principio, una historia de un grupo de científicos marginales, y casi fanáticos, se termina convirtiendo en una disección —similar a la que ellos mismos hacen con los cadáveres— de los traumas de un país que aún no se recupera de una dictadura salvaje.
Guerriero deja ver cómo el trabajo de estos forenses es, en realidad, un ajuste de cuentas con la historia. Cada vez que ellos le ponen nombre a un cadáver, le cierran las puertas a la impunidad. Su oficio es impedir que se oculte la historia porque, como le dice uno de sus personajes: “Los rastros de la vida se ven en los huesos”.
Además de su calidad, estas dos crónicas —que no podrían ser más disímiles— comparten la esencia de las grandes narraciones periodísticas: son documentos que dan un testimonio fundamental sobre su época. Y en ese sentido, habría que reconocer el profesionalismo y rigor de la investigación de sus dos autores. Pero también habría que mencionar el esfuerzo de revistas como SoHo o Gatopardo —y tantas otras en todo el continente— que, a pesar de la adversidad, siguen abriendo espacio en sus páginas para publicar historias como estas. El mercado de los medios puede estar en crisis, pero la palabra escrita, no cabe duda, goza de una muy buena salud.
