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Hace algún tiempo estuve detenido por más de media hora en el aeropuerto de Los Ángeles: durante una inspección, un agente descubrió que en mi equipaje de mano llevaba un Objeto Prohibido (así, con mayúsculas).
El funcionario me pidió que pasara a un cubículo aislado y me explicó que procedería a revisar mis pertenencias. En un tono solemne y como un autómata describía cada una de sus acciones, también mecánicas: “Ahora voy a poner la maleta sobre una mesa”, “Procederé a abrir la maleta”, “Examinaré el contenido”. Después de una minuciosa revisión, encontró, por fin, el Objeto Prohibido: una crema dental.
Me aclaró que el dentífrico tenía más de 100 mililitros y que no era permitido en la cabina. Así que lo tomó con dos dedos, protegidos por guantes quirúrgicos de látex, y lo arrojó a un contenedor rojo. “El Objeto Prohibido ha sido destruido”, me explicó; después me dejó ir. Durante todo el ritual yo estuve descalzo y con los pantalones casi en las rodillas, pues me obligaron a quitarme los zapatos y el cinturón. El agente jamás se refirió al Objeto Prohibido por su nombre —es decir, crema dental— porque supongo que ni él mismo hubiera podido contener la risa o soportar la ridiculez de la escena.
Desde luego que no soy el primer viajero que ha sufrido este tipo de situaciones. Conozco personas de diferentes nacionalidades que ha sido humilladas de todas las maneras posibles: los colombianos ya no somos los únicos con el privilegio de la degradación. Porque viajar en avión dejó de ser, hace ya un tiempo, una experiencia placentera. Desde los ataques del 11 de septiembre de 2001, el gobierno de los Estados Unidos impuso unas medidas de seguridad degradantes y autoritarias. Comenzaron con la obligación de quitarse la ropa; después decidieron que las computadoras portátiles y los celulares tendrían que pasar en bandejas aparte; luego prohibieron transportar líquidos y cremas; y ahora, no contentos con todas las incomodidades, decidieron que los transeúntes tendrán que ser escaneados por rayos X que los mostrarán completamente desnudos. Es decir: vale más la vana ilusión de seguridad general que la dignidad individual.
“¿Por qué fracasamos en detectar o derrotar a los culpables, y por qué somos tan hábiles para el castigo colectivo de los inocentes?”, se preguntaba hace poco Cristopher Hitchens sobre estas normas estúpidas. Hitchens se refiere a los abusos en tierra y también a lo que ocurre en el aire: específicamente a la norma que prohíbe a los pasajeros que viajan hacia o desde Washington a levantarse de su lugar media hora antes y después del aterrizaje.
Los únicos que han sacado provecho de esta situación de paranoia son las aerolíneas, sobre todo las estadounidenses. Si bien los precios de los tiquetes —exceptuando, por supuesto, las aerolíneas de bajísimo costo— no han bajado tanto, las empresas se han encargado de hacer que los viajes se conviertan en experiencias traumáticas. Redujeron las comodidades al mínimo: cobran por la comida y los audífonos; comprimieron el espacio entre sillas y para el equipaje de mano; y sobrevenden todos sus vuelos.
En Colombia, las autoridades han decidido seguir el mal camino. Los pasajeros son sometidos a requisas eternas, en las que los agentes no parecen buscar nada. O tal vez buscan drogas que nunca van a aparecer: todos —especialmente ellos— saben que el tráfico es mucho más sofisticado que eso. Y si bien las aerolíneas nacionales hacen un esfuerzo por mantener la amabilidad perdida en otros lugares, todavía someten a los pasajeros a esperas interminables. Durante las pasadas vacaciones de diciembre presencié, en el aeropuerto de San Andrés, cómo atrasaban los vuelos cinco y seis horas, sin mayor explicación. Los pasajeros, en su mayoría familias con niños y ancianos, tenían que pasar la madrugada tirados en el suelo.
Crecí con la idea de que viajar en avión era un lujo que, con los años, todos podrían disfrutar. Y sí: se ha democratizado. Como tantas otras desgracias.
twitter: @felres
