Mayo 2 de 2000. Jamás olvidaré esa fecha, pues fue el día en que con mi entonces pareja llegamos como refugiados a Vancouver. Era una mañana fría y lluviosa en una ciudad que no conocíamos. Nos esperaban en el aeropuerto unos voluntarios del centro de refugiados, en donde pasamos nuestro primer mes. Una vez el oficial de Inmigración revisó todos los documentos nos dirigimos al sitio en donde todos los que vivamos allí teníamos algo en común: ser refugiados.
La historia es que en los primeros meses de 2000 empecé a recibir información creíble de la Fiscalía y el gobierno estadounidense que indicaba que el criminal alias Romaña había dado la orden de matarme porque yo, en ese entonces director del noticiero Hora Cero y columnista de El Espectador, me oponía a la zona del Caguán. Estaba convencido de que los guerrilleros utilizaban esos 40.000 km cuadrados para llevar allá a los secuestrados y fortalecer el negocio del narcotráfico, dos temas en los que la historia me dio la razón.
Una vez logramos documentar las amenazas pedimos asilo en Canadá por dos razones fundamentales: la primera, porque ese país aceptaba a parejas del mismo sexo (fuimos los primeros asilados homosexuales), y la segunda, porque es un país en donde los inmigrantes son generosamente recibidos. Una vez la embajada confirmó todo lo relacionado con las amenazas nos concedieron el asilo en cuestión de horas. La ciudad la escogió la oficial del consulado que nos hizo el trámite.
En el centro de refugiados arrancamos así con César Castro, mi expareja, una etapa de nuestra vida que jamás nos habíamos imaginado.
Compartimos un pequeño pero decoroso apartamento con tres personas de Afganistán. Dos adultos y un niño de ocho años. No hablaban ni una palabra de inglés, por lo que nos comunicábamos por señas. Ellos cocinaban todo allí con la comida que les suministraba el centro y le echaban unos condimentos que olían horroroso y que impregnaban todo. Nosotros tomábamos los alimentos por fuera, salíamos muy temprano del centro a pie y literalmente nos caminamos la ciudad completa. Tal vez lo más difícil de esa dura experiencia fue el uso compartido del baño.
Al mes logramos salir de allí a un pequeño apartamento arrendado con dificultad, porque no teníamos ninguna historia de crédito. Solo una cuenta bancaria y nuestra palabra. Y ahí fue cuando empezamos a entender que los canadienses son generosos y confiados.
Arrancar de ceros es muy difícil. Por ejemplo, afiliarse al sistema de salud, sacar una licencia de conducción, conocer la ciudad y mantenerse sin tener los títulos para ejercer alguna profesión.
Lo económico fue duro, porque si bien llegamos con unos dólares, solo nos alcanzaban para un año. Yo logré conseguir unas consultorías y César también trabajaba. Vivimos allá casi diez años. Tuvimos días durísimos, pero también maravillosos. Hicimos magníficos amigos y nos convertimos en locales. Gracias a Canadá, a su generosidad y a su gente, hoy puedo contar esto.