CUANDO EMPECÉ A EJERCER EL PEriodismo hace veinte años, se vivía en nuestro país una época de zozobra que tiempo después me llevó a ir a Canadá en calidad de exiliado. Desde allí seguí opinando, investigando y profundizando mi conocimiento acerca de la realidad colombiana. Sin embargo, la distancia distorsiona las circunstancias, las personas y su entorno.
Por eso decidí regresar y no porque fuera el momento más conveniente y propicio ni porque Colombia se hubiera convertido en un paraíso. Por el contrario, desde mi llegada percibí con claridad lo que se vislumbraba en la distancia: el país se había transformado en una especie de criatura temerosa y acorralada en los brazos de un falso mesías. El mito de la seguridad democrática se había erigido como un altar que justificaba arrasar el Estado de Derecho del que ingenuamente nos enorgullecíamos antes.
Aunque esté lleno de riesgos, ciertamente es un privilegio ejercer el periodismo en Colombia. Sin embargo, por más ríos de tinta que corran criticando y denunciando la realidad de nuestro país, ésta es cada vez más densa e incierta. Tal vez la razón por la cual Colombia no sale de su atolladero es porque todos nos quedamos esperando que los iluminados y los ídolos de barro cumplieran por nosotros el deber de hacer un país mejor. Y qué triste reconocerlo: cada vez está peor.
Me encontraba yo en esas cavilaciones cuando en días pasados el doctor Rafael Pardo me planteó la posibilidad de incluir mi nombre en la lista al Senado de la República que le propondrá a los colombianos el Partido Liberal Colombiano. El doctor Pardo es un hombre decente, curtido como pocos en las más delicadas tareas del Estado, ejerció con brillantez su tarea en el Congreso y fue escogido recientemente como candidato presidencial de ese partido después de una consulta democrática inobjetable. En fin, su prestancia, el equipo que lo acompaña y su valor civil al asumir esta batalla, me animan a adherirme a su causa y a medírmele al reto de tratar de obtener un escaño en el Congreso.
Me someto a la voluntad de los electores a quienes plantearé mis propuestas con la misma claridad y contundencia con las que siempre he ejercido mi condición de periodista. Creo que el país se merece superar esta era de unanimismo y que las generaciones futuras tienen el derecho de vivir en una sociedad moderna pero, sobre todo, libre de apremios y temores. Por esa razón, sin pasión, de manera abnegada, seria y responsable, estoy dispuesto a poner el hombro y levantarme de este cómodo sillón desde donde ahora escribo, por lo pronto, mi última columna para este diario.
Naturalmente considero totalmente incompatible con mi aspiración política mantener este espacio de opinión que generosamente me ofreció El Espectador hace ya once años. Para Gonzalo Córdoba y Fidel Cano mi gratitud, sobre todo por la paciencia y respeto con las que enfrentaron siempre las quejas de algunos lectores por mis no pocas impertinencias.