Cuando Napoleón Bonaparte decidió invadir Rusia, en junio de 1812, y los rusos lo vencieron tres meses más tarde llegando a incendiar sus propias casas en Moscú para que el invasor no se hiciera ningún tipo de ilusión ni se llevara provisiones, recursos, armas o lo que pudiera servirle, Alexander Pushkin acababa de cumplir 12 años y empezaba a comprender que aquellos elogios que tantas veces había escuchado sobre Francia y los franceses deberían dedicárselos al hombre común que se había unido para vencer al enemigo, al soldado del pueblo que él vio partir desde las ventanas de su colegio, el ‘Lycée’ de Tsarkoe Selo, y a quien le escribió: “Tú lo recuerdas: las guerras pronto nos pasaron de largo, / Despedimos a todos nuestros hermanos mayores, / Y volvimos a nuestros escritorios con los demás / Envidiando a aquellos que habían ido a morir / Sin nosotros…”
No habían sido los aristócratas ni los nobles como él quienes habían logrado que “La grande armée” terminara por huir entre la nieve. Para él, Rusia tomó conciencia de su nacionalidad y del valor de sus campesinos en aquellas batallas, y por los rusos de a pie, los del campo y los de las ciudades, se convirtió en un poeta “con voz rusa”, como lo describió Orlando Figes en su libro “El baile de Natacha”. Pushkin había sido dejado a la buena del destino y de los más de tres mil libros de la biblioteca de su padre, Serguéi Pushkin, y más allá de Shakespeare, Voltaire, Byron y Moliere, aprehendió las raíces de lo ruso, su pasado, su tierra y sus ríos y montañas, sus costumbres y tradiciones al lado de su nodriza, Marina Rodionova, En 1816, un grupo de escritores y de oficiales que habían combatido contra Francia, conformó lo que llamaron la Unión de Salvación, una pequeña célula clandestina de conspiradores que buscaba implantar una monarquía constitucional, entre otros tantos asuntos.
Dos años más tarde, la primera célula se disolvió y se transformó en la Unión del Bienestar, aunque sus integrantes serían conocidos como “Los decembristas”, luego de que se tomaran la Plaza del senado de San Petersburgo en diciembre de 1825. Pushkin tenía amigos entre los conspiradores. Colaboraba con ellos. En un aparte de “Eugenio Oneguín” escribió: “Todo aquello no era más que conversación ociosa / Château-lafite y Veuve Cliquot. / Entre discusiones amistosas, epigramas / Que no penetraban muy profundo. /Aquella ciencia de la sedición / Era solo fruto del aburrimiento, de la holgazanería, / Las bromas de unos muchachos traviesos ya creciditos”. Poco antes del golpe, los servicios secretos del ejército imperial le confiscaron una carta en la que hablaba de Shakespeare. “Cuando leo a Shakespeare y a la Biblia, el Espíritu Santo entra en mi corazón. Pero prefiero a Shakespeare. Shakespeare es un buen filósofo, el único ateo inteligente que conozco”, decía.
El Zar, Nicolás I, lo acusó de “manifestar opiniones escépticas frente a la fe”, y lo envió al exilio a Pskov. Allí se enteró de los detalles del fracaso de la sublevación decembrista, de la pena de muerte a cinco de sus líderes y del destierro a Siberia que sufrieron los demás. Pasados 12 años, se batió a duelo por defender el honor de su mujer, Natalia Goncharova, pretendida según la leyenda por el Zar. Pushkin perdió. “No puedo respirar, me asfixio”, fueron sus últimas palabras.