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Una mañana de mediados de 1894, José Martí le envió una tarjeta escrita de su puño y letra a José María Vargas Vila en la que le decía, “Comemos hoy, con nuestro Darío, y, contamos con nuestro Vargas Vila”. Vargas Vila leyó el mensaje de Martí, su amigo de luchas de tiempo atrás, y sintió “mucha indignación ante aquella promiscuidad de conceptos”. Se excusó con una esquela “displicente”, que para Martí fue excesiva, y pasados más de 20 años escribió en un libro de homenaje póstumo que a los pocos días Rubén Darío había partido de Nueva York “sin habernos estrechado la mano; sin haber sido amigos”. Para Vargas Vila, Darío había sido un “poeta-cortesano” al servicio de un “poeta-tirano”, Rafael Núñez, quien lo había nombrado como diplomático en la misión de Buenos Aires.
Desde su nombramiento, Vargas Vila lo había criticado con la multiplicidad de adjetivos que solía arrojarles a sus “enemigos” desde la revista “Hispano América”, que había fundado en Nueva York, y desde cualquier esquina y oportunidad que encontrara. Incluso, pasados unos días de la historia de la esquela y la invitación a la cena de Rubén Darío, y en una especie de gesto de admiración y amistad que pretendía borrar el incidente, Martí le mandó una carta en la que le decía, “Yo le amo a usted la palabra rebelde y americana, como hoja de acero con puño hecho a cincel, con que cruza las espaldas sumisas o los labios mentirosos: yo le amo la hermandad con que se liga usted, en este siglo de construcción y de pelea, con los que compadecen y sirven al hombre”.
Dos años más tarde, Vargas Vila iba hacia Grecia en un barco que se averió y que quedó a merced del tiempo en las aguas que bordeaban Sicilia. La noticia de su muerte comenzó a multiplicarse. Incluso, diversos periódicos y revistas tanto de América como de Europa afirmaban que el escritor colombiano se había suicidado en compañía de una artista. “Se fantaseó de lo lindo, en torno de ese tema; amigos, y enemigos, hicieron derroche de odio y de bondad; y, esa vez, como otras luego, me fué dado acariciar los laureles, y, las ortigas, nacidas sobre mi tumba”. Como lo reseñó Vargas Vila, solo dos artículos necrológicos llamaron su atención, “el de la Señora Cabello de Carbonera, publicado en un diario de Lima, y, el de Rubén Dario, aparecido en la ‘Nación’ de Buenos Aires”.
El de Rubén Darío decía, “¡Amable enemigo mío! como en la tumba de la ‘Aphrodiía’ de Pierre Louÿs, pondría en la tuya un conmemorativo y sonoro epigrama, en un griego de Nacianzo; y dejaría para ti y para tu bella desconocida, —¡así tendría a Venus propicia!— ¡rosas, rosas, muchas rosas!” En respuesta, Vargas Vila le envió una carta pública que según sus palabras, “hizo llorar al poeta” y que selló una amistad “que había de ser tan larga como sincera (…), y fuimos amigos, a distancia”.
