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Arthur Conan Doyle: de la muerte a la resurrección de Sherlock Holmes

Fernando Araújo Vélez

19 de octubre de 2025 - 06:10 a. m.

Más de una vez, Arthur Conan Doyle dijo que detestaba a Sherlock Holmes. Lo odiaba porque se metía en su mente cada vez que divagaba, porque adonde iba, alguien le decía que Holmes debía o no hacer tal o cual cosa y decir esto o aquello, o porque sus relatos y novelas sobre él habían eclipsado sus libros de historia, de ciencia paranormal, de criminología y política, sus poemarios y su biografía. Una tarde, le escribió a su madre, Mary Foley, y le comentó que iba a acabar para siempre con Sherlock Holmes. Ella le respondió que la gente, el público, aquellos miles de lectores que leían sus textos en The Strand Magazine, no lo iban a tomar de buena forma. Incluso, cuando decidió matarlo y Holmes se trenzó en un fatal combate con el profesor Moriarty en las cataras de Reichenbach, Suiza, en “El problema final”, empezó a pensar en resucitarlo.

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Holmes medía más de un metro con noventa centímetros, era delgado y solía mirar a los demás como si buscara en ellos la razón de su vida. Había nacido en 1854, tocaba violín con un Stradivarius, fumaba en pipa, consumía cocaína en una solución de un siete por ciento muy de cuando en cuando, y boxeaba, también en esporádicas ocasiones. Su compañero de investigaciones era el doctor John. H. Watson, un médico y cronista a quien siempre llamó por su apellido, y a quien le dejó la última de sus cartas, como escribió en “El problema final”, “gracias a la cortesía del señor Moriarty, que esperará hasta que esté listo para discutir por última vez las cuestiones que se interponen entre nosotros”. Al final de aquel capítulo, Watson dejó en claro que consideraba a Sherlock Holmes “como el mejor y más inteligente” de los hombres que había conocido en su vida.

Pasados tres años, Conan Doyle hizo que Holmes volviera a su casa del 221b Baker Street de Londres, luego de un largo viaje por el Tíbet y África, y envuelto en un largo etcétera de historias fantásticas. Los lectores del The Strand Magazine no sólo le habían enviado cartas y esquelas mortuorias a las oficinas de la revista para presionarlo, sino que algunos de ellos habían desfilado de riguroso negro en señal de duelo y protesta por las calles adyacentes. Ya por entonces, Arthur Conan Doyle había profundizado en las artes del espiritismo que había conocido en sus viajes por barco al África Occidental. Llevado por ellos, dijeron sus biógrafos, logró soportar la muerte por tuberculosis de su primera esposa, Louise Hawkins, y se casó en 1907 con Jean Elizabeth Leckie, una estudiosa médium a la que había amado en secreto y no tan en secreto por más de veinte años.

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De la mano de Leckie y de sus estudios, y ante el estallido de la Primera Guerra Mundial y la muerte de un hijo, Conan Doyle se volvió cada vez más espiritista. Creía, investigaba y escribía sobre diversos aspectos de aquel mundo, hasta que los mismos espiritistas lo acogieron, y en 1934, cuatro años después de su muerte, un médium lo “contactó” en el teatro Aeolian de Londres, grabó “su” voz, sus palabras, “Dios, gracias a Dios, la gran ayuda divina ayuda a cada cualidad…”, y la proyectó hacia el infinito.

Por Fernando Araújo Vélez

De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.fernando.araujo.velez@gmail.com
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