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Se pusieron una cita en un oscuro hotel de Bruselas para hablar de tantas cosas y amarse, pero terminaron a los tiros, Arthur Rimbaud, con una mano herida, y Paul Verlaine, rogando perdones y deshecho en lágrimas. Pasaron en menos de dos minutos del amor al odio, y luego del odio al perdón y a una supuesta reconciliación que acabó, por lo menos de cuerpos presentes, media hora más tarde en la estación de trenes, cuando volvieron a discutir y Verlaine sacó su revólver de 7 m.m. y Rimbaud lo acusó ante un agente de la policía, que esposó al agresor y lo llevó preso, para que luego de un sumario juicio lo condenaran a dos años de cárcel. Corría el año de 1873. Paul Verlaine era uno de los poetas más famosos de París. Rimbaud le había escrito tiempo atrás una carta que sonaba a presentación y a favores.
Se había ido una vez más de su casa en Charleville, al noreste de Francia. No se aguantaba a su madre, Marie Catherine Vitalie Rimbaud, ni a sus cuatro hermanos, ni a la gente del pueblo. No se aguantaba la ignorancia, y menos, la desidia y aquel lento pasar de las horas y de los días para que llegaran otros días más lentos y otras horas. Se fue a París. A buscar el mundo. Se fue a conocer eso que llamaban el vértigo y a degustar la cultura. Era poeta. O mejor dicho, quería ser poeta, y escribir y escribir. Verlaine le respondió la carta y cuando se vieron, lo invitó a que viviera en su casa, con su mujer, Mathilde Mauté, y vivieron y conversaron, y escribieron y se tocaron y creyeron que jamás iban dejar de tocarse, a veces ante la mirada furtiva y sospechosa de Mathilde.
Madame Mauté los percibió. Sospechó, y de las sospechas pasó a las amenazas. Una mañana le dijo a Verlaine que se fuera. Luego le escribió que no quería saber nada de él, y el poeta alucinado le mandó una carta a Rimbaud y le imploró que fuera a verlo porque estaba al borde del suicidio. Cuando Rimbaud llegó, y luego de unas cuantas palabras, Verlaine sacó su revólver y le dijo: “Ya que me abandonas, que estos disparos lleven tu nombre”. Entonces le disparó una y dos veces, pero estaba ebrio, drogado, desesperado. Los balazos fueron hacia cualquier lugar. Sólo uno impactó a Rimbaud, y en la muñeca. Aquel hotel de paso de Bruselas, el hospital y la estación de trenes fueron los últimos lugares en los que se vieron.
Atrás habían quedado sus noches, el hachís y el opio, los borradores de sus poemas, un viaje a Londres, el hambre, la angustia, las promesas vanas, el suicidio, siempre latente, la idea de Rimbaud de que “el poeta debe hacerse vidente a través de un razonado desarreglo de los sentidos” y la vida de los dos en consecuencia. Verlaine siguió escribiendo, y en uno de sus ensayos, “Los poetas malditos”, honró a su antiguo amante como hombre y como poeta. Rimbaud terminó “Una temporada en el infierno”, un largo poema en prosa que solo tuvo una tirada de cien ejemplares, y se fue al África y a Asia a comerciar con armas y con esclavos, a fumar lo que le dieran de fumar y a beber, hasta que se enfermó de una pierna y regresó a Marsella, donde falleció, el 10 de noviembre de 1891.
“Puedo desaparecer en medio de estas tribus sin que nadie tenga noticia”, había escrito ocho años antes.
