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Charles Baudelaire quería ver la hora en los ojos de su gata, y más que la hora, tal vez quería encontrarse con la eternidad y romper en millones de pedacitos el tiempo de los humanos, por eso aseguraba que los chinos veían la hora en los ojos de los gatos, y por eso, también, en uno de sus textos del Spleen de París, escribió, “En cuanto a mí, si me inclino hacia la bella Felina, la tan mencionada, la que es al mismo tiempo el honor de su sexo, el orgullo de mi corazón y el perfume de mi espíritu, bien sea de noche o de día, a plena luz o ya en la sombra opaca, en el fondo de sus ojos adorables veo siempre la misma hora, una hora vasta, solemne y grande como el espacio, sin divisiones de minutos ni de segundos, una hora inmóvil que no marcan los relojes, ligera como un suspiro, veloz como una mirada”.
Su mirada quedó impresa en decenas de cuartillas, que después de su muerte, el 31 de agosto de 1867, se multiplicaron en cientos de idiomas, con sus respectivos análisis y críticas y las categóricas afirmaciones de que con él y por él habían surgido la poesía del siglo XX y la prosa hecha poesía. “Hay que estar siempre ebrio. Nada más: ése es todo el asunto. Para no sentir el horrible peso del Tiempo que os fatiga la espalda y os inclina hacia la tierra, tenéis que embriagaros sin tregua. Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, como queráis. Pero embriagaos”, escribió, y como lo escribió, lo vivió. Baudelaire escribía sobre la belleza y la virtud, y al día siguiente salía envuelto en una sábana blanca a las barricadas de París para hacer y disparar una revolución, la de la Segunda República de febrero del 48.
A los pocos meses disparaba y escribía en su periódico, “Le salut publique”, contra esa misma revolución, porque sus líderes se habían vuelto más autoritarios, impositivos y violentos que aquellos a los que habían vencido, y porque iban llevando a Francia y a Europa hacia un progresismo y un progreso que serían su perdición. Cuando escribió “Las flores del mal” y “El Spleen de París”, tuvo que soportar las críticas de sus detractores, los “estúpidos” burgueses de su tiempo y de la literatura, a veces en silencio, a veces disparando contra ellos, “apuntando a la cabeza de Víctor Hugo”, como lo reseñó Mario Campaña en La Vanguardia. Ebrio de poemas, de vino, de gatunidades, de rencor, de realidad y de vida o de virtud, su vida y su virtud, huyó de los falsos revolucionarios parisinos y de los pacatos. “Todo en este mundo suda crimen: el periódico, la muralla y el rostro del hombre”, había escrito.
