Lo llamaban Pablo, sin apellidos ni sobrenombres, pues él jamás quiso que lo relacionaran con su hermana, una famosa actriz de teatro que de tanto hablar sobre escenarios, tablas, Bertolt Brecht y Molière, terminó por inyectarle la más profunda aversión hacia todo lo que fuera actuado.
Con esa amargura encima se le apareció un martes en la noche a su novia, pero no quiso entrar a su casa a hacerle visita, como lo dictaban las normas de Carreño, porque no estaba para sonrisas de fórmula y conversaciones sobre política. Se quedó afuera, prendido al timón de su viejo Dodge, cuando de repente, a través de una fina llovizna, vio a dos sombras que salían por la puerta principal de la casona y se le acercaban.
Las vio desfiguradas, altaneras e insultantes, y después, amenazantes cuando se le pararon al lado de su ventana, toc-toc, y sacaron dos pistolas, bang-bang, y él se murió sin haber confesado sus pecados, y oyó a su novia reírse pero no, no era ella, y arrancó a mil, que era a 30 en su Dodge, y en la esquina de la 15 con 92 frenó y le preguntó a un vendedor de dulces si lo veía, si estaba vivo, pero el tipo salió a correr, como todos los otros a los que interrogó esa noche, antes de llegar a su apartamento, verse pálido de muerte ante el espejo, y recordar que los hermanos de su novia habían comprado unas pistolas de salva para asustar al primero que se les cruzara.