Tanto denunciar en redes, columnas y textos que nos han explotado, que nos han conquistado y dominado, y nosotros mismos vamos por la vida con un puñal en el bolsillo. Lo sacamos cada vez que pensamos y cada vez que escribimos. Lo bendecimos. Lo cuidamos, y nos lo vamos clavando con cada denuncia que hacemos, porque en últimas, de unos cuantos años para acá no hemos hecho más que caer en las afiladas garras de las multinacionales de las redes y las comunicaciones, llámense Google, Facebook, Instagram, TikTok, Twitter o lo sea que haya y lo que sea que se inventen en unos meses. Pensamos como ellos quisieron que pensáramos, por tener más y más clicks, por el dinero, por la ruda y cruda competencia, por vanidad, por mil razones más o por el temor a que nos sancionen, y valga decir acá que la palabra sanción y el acto de sancionar son un perfecto ejemplo.
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Hoy, antes que tratar de comprender, que intentar motivar, que argumentar y discutir, sancionamos. Él sanciona, tú sancionas, ustedes sancionan, nosotros sancionamos, ellos sancionan. Hacía años que yo no me sentía tan continuamente amenazado. Hacía años, también, que no veía con tanta claridad el origen de una moda que tiempo atrás había sido tan condenada, y que resurgió cuando Google, Facebook o etcétera, la que queramos, sancionó y luego amenazó con seguir sancionando a alguien por escribir sobre un tema o sobre otro, por subir una foto de un desnudo o por decir lo que ellos consideraban una grosería. De la sanción pasamos al miedo, al “no lo vuelvo a hacer”, y del miedo a sentir la amenaza latente. De la amenaza brincamos al actuar según la amenaza, es decir, a obedecer con los ojos cerrados y el pulso alterado.
Entramos en pánico con solo imaginar que nos podían cerrar una cuenta, así fuera por un día. Hablamos de tragedia, de caos y de mil cosas más. Repetimos la palabra sanción una y otra vez, y de tanta repetición terminamos por contagiarnos. Comenzamos entonces a actuar por obra, gracia y miedo de la sanción, mientras en una oficina hermética, los dominadores, desde sus redes, creaban distintos manuales para difundir lo que ellos quisieron: comportamientos, procedimientos, imágenes, ideas e ideologías detrás de esas ideas, una nueva lengua, la búsqueda de la comodidad y del éxito fácil, el pragmatismo y en fin. Los llamaron instructivos. Los difundieron. Aclararon que quienes infringieran sus normas serían sancionados, por supuesto. En un minuto, tal vez menos, millones de millones de obsesivos acataron el nuevo manual de dominación y copiaron sus mandamientos.
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La sanción se multiplicó, hasta convertirse en una epidemia. Unos sancionaron, otros fueron sancionados, y los demás actuamos y escribimos y pensamos y dijimos para que no nos sancionaran, sin darnos cuenta de que nos estábamos sancionando nosotros mismos al ser y solo ser por y para Google, Twitter y demás.