Si fuera un asunto de preferencias, yo haría una biblioteca llena de manuscritos. Me sentaría todas las tardes a leer y a releer alguno, buscando en la caligrafía alguna señal del pasado de quien lo escribió, un indicio de su educación, de sus gustos, y en la composición de sus frases, una o cientos de muestras de lo que pensaba y sentía, más allá del texto. Papel, tinta, espacios, formas y estructura, o desestructura, iría llenando una libreta con cada descubrimiento, y trataría de ser consciente con cada hallazgo de que un manuscrito realmente es único, y es original, verdaderamente original, un origen, y es honesto, o uno de los testimonios más honestos que pueda haber. No se escribe un manuscrito para ganarse un premio, para salir en los diarios, para que sea publicado y una autoridad, sea cual sea, decida que es digna de leerse en una feria o en cualquier otro lugar.
Se escribe para dejarle constancia de algo a un posible fantasma, y más que nada, para enfrentarse a uno y a un papel, sin más falsedades que las pocas que puedan desprenderse de un capricho de forma o de una mentira que adorne a algún personaje. Se escribe para desmenuzar el proceso, para vivirlo con plenitud, para entender que lo importante en la vida es más el camino que la meta, y más, mucho más, el tener un motivo para levantarse cada mañana que la perturbadora y adicta acumulación de trofeos y de aprobación. Un manuscrito es elegir cada palabra con la convicción de que esa palabra va a quedar para siempre en un papel, de que no habrá opción de borrarla ni de cambiarla, o la habrá, pero cada borrón y cada tachón serán un pequeño atentado contra la credibilidad del texto, y por lo tanto, contra la credibilidad del autor, que en últimas, es lo más valioso de cada quien.
Un manuscrito es como jugar a ser dios, y cual dios, crear un mundo. Es juego y es derrota y es una eterna victoria sobre uno. Es ajustar cuentas con los enemigos y los amigos y los indiferentes, con los poderosos y los subyugados y los que posan de marginales, sin que ellos lo sepan, y por lo mismo, sin que tengan ninguna clase de influencia en ese ajuste y sin que esperemos nada a cambio de ellos. Un manuscrito es como una fina lluvia de trazos que se juntan para volverse testimonios que caen sobre una hoja y la empapan de significados, de pasado y de futuro, dándole peso y gravedad a los hechos, y a lo escrito, y a esa hoja, más allá de su aparente fragilidad. Es como una declaración de principios, de elecciones y voluntades, y un registro de hechos cuya veracidad, en realidad, es poco menos que importante.