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Y entonces, un día como cualquier otro día, con su carga de ollas puestas a fuego lento, de tazas desportilladas en la mesa y canecas en la esquina de la casa, de mujeres en bata de dormir y hombres en camiseta jugando a la vida con un cigarrillo entre los labios, un ensayo de pintor llamado Arthur Power sacó su libreta y anotó las frases que acababa de decirle James Joyce, o las frases que él había hecho que le dijera Joyce. Y se detuvo en la mitad de su camino, el camino gris de casi todas las tardes de su vida, y escribió, “La mayoría de las vidas están hechas como los temas del pintor moderno, de jarras, ollas y platos, callejones y salones desaliñados habitados por mujeres desaliñadas, y de mil incidentes cotidianos sórdidos que se filtran en nuestras mentes por mucho que nos esforcemos por mantenerlos a raya. Estos son los muebles de nuestra vida”.
Eran los primeros años de la segunda década del siglo XX en París. Joyce y Power se habían conocido unas cuantas semanas atrás a la salida de una fiesta y habían conversado, o más que conversado, Power había preguntado y Joyce había respondido, más o menos como lo había escrito sobre el final de su novela “Retrato de un artista adolescente”, cuando Stephen Dedalus, que era él, le había contestado a su amigo Cranly antes de abandonar Irlanda, “Me has preguntado qué es lo que haría y qué es lo que no haría. Te voy a decir lo que haré y lo que no haré. No serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria o mi religión. Trataré de expresarme de algún modo en vida y arte, tan libremente como me sea posible, tan plenamente como me sea posible, usando para mi defensa las solas armas que me permito usar: silencio, destierro y astucia”.
Las preguntas iban y volvían en la novela, y Cranly preguntaba y Dedalus se soltaba: “Me has hecho confesar los miedos que siento. Pero te voy a decir ahora cuáles son las cosas que no me dan miedo. No me da miedo de estar solo, ni de ser pospuesto a otro, ni de abandonar lo que tenga que abandonar, sea lo que sea. No me da miedo el cometer un error, aunque sea un error de importancia, un error de por vida, tan largo tal vez como la misma eternidad”. En “Conversaciones con James Joyce”, sus charlas con Arthur Power, editadas muchos años más tarde, Joyce decía que en la literatura lo importante no era qué se escribía sino cómo se escribía, “y en mi opinión, el escritor moderno debe ser, ante todo, un aventurero, dispuesto a asumir cualquier riesgo y estar preparado para naufragar si es necesario. En otras palabras, debemos escribir con peligro”.
