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Un día, muy a finales de los años mil ochocientos noventa y tantos, Joseph Conrad le dijo a Herbert George Wells que la diferencia entre ellos era fundamental: “A usted no le preocupa la humanidad, pero piensa que esta puede mejorar. Yo, en cambio, la amo, pero sé que no lo hará”. Wells se había dedicado a la ciencia y a redactar artículos científicos, y con el tiempo se enfocó en escribir novelas en las que predijo cambios radicales en la vida de los seres humanos, como “La máquina del tiempo”, “El hombre invisible, “La guerra de los mundos” y “La invención del doctor Moreau”. Para él, de alguna manera, las invenciones sobre las invenciones harían que la humanidad viviera cada vez mejor.
Conrad era hijo de un aristócrata polaco que se había enfrentado al zarismo ruso, se había cambiado de nombre, Joseph Conrad en lugar de Józef Teodor Konrad Korzeniowski, acababa de escribir una novela, “La locura de Almayer”, y en 1890, en un viaje de seis meses por el Congo Belga, había comenzado a perder la fe en todo lo que antes había tenido fe. De niño -escribió en sus textos de “Crónica personal”, 1912- vio un atlas con espacios en blanco y puso su dedo en el centro de un lugar de África que aún no existía en los mapas. Entonces exclamó que quería ir allá, “cuando sea grande, iré allá”. Pasados varios años, con diversos empleos como grumete de los franceses, contrabandista de armas para los Carlistas, en España, y capitán de la fuerza naval británica, sostuvo una entrevista para trabajar con la ‘Société Belge pour le Commerce du Haut-Congo’.
De aquel encuentro surgieron su viaje hacia los parajes de Stanley Falls, pleno África, y después, “El corazón de las tinieblas”, un enigmático relato que se volvió libro en 1902, y que de una u otra manera contribuyó a que se terminara el dominio del rey Leopoldo en el Congo Belga. En el Congo y luego del Congo, Conrad concluyó que el lugar que por tantos años había soñado no era ningún paraíso, y escribió, como lo reseñó Juan Gabriel Vásquez en el prólogo de una de las más recientes ediciones, “¡Qué final para las realidades idealizadas de los sueños infantiles”! En las primeras páginas de su novela, “acaso el más intenso de los relatos que la imaginación humana ha labrado”, como la calificó Borges, Conrad sintetizó parte de su horror en unas pocas líneas que decían, “aquellos eran unos demonios fuertes y lozanos de ojos enrojecidos que cazaban y conducían a los hombres, sí, a los hombres, repito”.
