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Ese momento en el que un boxeador tambaleaba y se echaba hacia atrás, ese diminuto instante en el que bajaba la guardia y se mostraba a merced de su rival, que lo golpeaba una y cien y hasta mil y más veces, en la cabeza y en el abdomen y en los flancos, era para Joyce Carol Oates “el momento”. Un instante, “místico y universal”, que determinaba la caída de un hombre, su revés, el orgullo herido, y más allá, el sin sentido de una carrera, y tal vez el sinsentido y el final de toda una vida, unos segundos nada más en los que la derrota de un boxeador era la victoria del otro y el triunfo y el revés de miles de aficionados y apostadores, aunque como escribió unas líneas más adelante, sólo la derrota era permanente.
Carol Oates era una niña cuando su padre la llevó por vez primera a unos combates de boxeo, los “Golden gloves”, en Buffalo, Nueva York. En medio de una de aquellas peleas, le preguntó por qué. Por qué aquellos muchachos querían herirse, por qué se maltrataban, por qué se peleaban y se detestaban. Él le respondió que los boxeadores no sentían el dolor igual que nosotros. Ella escribió luego en “Del boxeo” que “El dolor, en el contexto adecuado, es algo distinto al dolor”, y relató la historia de la única derrota profesional del campeón del mundo Gene Tunney, luego de 13 años de títulos y victorias, a manos de Harry Greb, en mayo de 1922. Tunney dijo que gracias a aquella paliza había aprendido lo que era en realidad el boxeo, y por derivación, la vida.
“Soy un luchador que anda, habla y piensa luchando, pero trato de no parecerlo”, exclamó en los 80 Marvin Hagler, poco después de que Barry McGuigan, excampeón mundial del peso pluma, le respondiera a un periodista que se había dedicado al boxeo porque no podía ser poeta, no sabía contar historias. Hagler, McGuigan, Tunney, Greb, Mike Tyson, Kid Pambelé, Sugar Ray Leonard y Mohamed Alí y Rocky Marciano, por citar solo unos pocos, se dedicaron a boxear para vencer a la vida. Fueron enemigos de sus propias carencias, y en más de una ocasión, víctimas de esas carencias. Mataban o morían sobre un ring, aunque muy pocos lo admitieran, pero su objetivo pocas veces era su contrincante. Era la vida con sus miserias, era la vida con sus dolores.
Esas miserias, esos dolores, llevaron a Don Jordan a hacerse boxeador en los años 50, luego de que hubiera matado a más de 30 hombres, según Oates, al servicio del gobierno de República Dominicana. Fue campeón de los welter entre el 58 y el 60, y acabó en un hospicio de California luego de que lo masacraran en 1966 en un parqueadero. En una rueda de prensa, preguntó y se preguntó: “¿Qué tiene de malo matar a un ser humano?”
