Algunos meses atrás, en unas cuantas crónicas ya amarillentas, me encontré con los orígenes del periodismo actual y, de alguna manera, quedé atónito al saber que uno de aquellos primeros diarios de nuestra historia llevaba por nombre The Spectator. Circuló por las calles de Londres durante varios meses entre 1711 y 1712, según lo escribió Jacques Barzun en su libro Del amanecer a la decadencia, y trataba sobre varios temas, siempre con el objetivo de servirle a la sociedad, a la gente, fuera eso lo que fuera. No era político ni ajeno a la política. No estaba a favor de la aristocracia ni en contra. Tal vez por ello adquirió una credibilidad inusitada y sus tres mil ejemplares diarios fueron precursores de algo que con el tiempo pasaría a llamarse “opinión pública”.
Sus fundadores, directores, promotores escritores e ideólogos eran Richard Steele y Joseph Addison. Uno era dramaturgo; el otro, político, ensayista y traductor de Virgilio. De acuerdo con Addison, “mi editor me dice que está distribuyendo tres mil ejemplares cada día; de manera que a unos 20 lectores por periódico (lo que considero una cifra modesta), calculo que tenemos unos 60.000 discípulos en Londres y Westminster”.
Por aquellos tiempos, en palabras del librero James Lackington, citado por Peter Watson en Ideas, “los granjeros más pobres, e incluso la gente pobre del campo en general, pasaban sus noches de invierno contándose historias de brujas, fantasmas, duendes y demás; hoy la situación ha cambiado y al entrar a sus casas es posible ver a Tom Jones, Roderick Random” y demás. Con la imprenta y el surgimiento de The Spectator, hasta las conversaciones se habían transformado. Por obra y gracia de las letras, las clases media y baja se habían emancipado de las altas, por lo menos con respecto a las ideas, que primero fueron ideas, luego hechos y, más tarde, revoluciones silenciosas... o no tan silenciosas.
En 1712, cuando Steele y Addison cerraron su diario, los conceptos, ideas, informaciones y cuestionamientos que habían emitido desde allí fueron el comienzo de una nueva era de ilustración y debate, que de una u otra manera llevó a que lejos, muy lejos de aquellos lares, en una tierra casi desconocida de las Américas llamada Colombia, Fidel Cano Gutiérrez, un hombre de ideas y actos, fundara otro Spectator en 1887, pero en español, al que le puso por nombre El Espectador.