Una y mil veces he oído y leído la frase de que la historia la escriben los vencedores, y una y mil veces la di por cierta, sin dudar un poco siquiera. Sin embargo, el otro día estaba pensando en Dostoievski, y de Dostoievski pasé a Cervantes, y luego brinqué Nietzsche y después a Kafka y a Ciorán, a Rimbaud y Verlaine, a Óscar Wilde, Julio Cortázar y a Roberto Arlt, a Juan Rulfo, a Bukowski, y seguí por una larga lista de escritores de muy diversos estilos y colores, que por lo menos en mi caso, fueron quienes me contaron la historia. Fueron perdedores, como todos, o como casi todos, y contaron la historia. Era su historia, la de antes, y de alguna manera, la que los sobrevivió, y fueron sus vidas, que fueron historia también, y como vivieron y lo que pensaron y como escribieron.
Ninguno fue un ganador. Ninguno venció a nadie en ninguna parte, más allá de haberse derrotado a sí mismos y de haber sido capaces de luchar contra lo establecido. Recordé que Dostoievski fue condenado a muerte por haber leído en una reunión secreta un poema sobre las bondades de la Rusia eslava, en contraposición a la Rusia europea. Cuando estaba a punto de pasar al patíbulo, fue indultado por el zar. Su pena fue, entonces, cumplir cinco años de trabajos forzados en Siberia, donde como él escribió, se encontró con lo más crudo y triste de la condición humana, con seres que no sabían lo que eran o podían ser el amor al prójimo, la redención o la bondad. Algunos de ellos, pasados unos años, fueron personajes de Crimen y Castigo y de Los hermanos Karamazov.
Después me encontré con que Cervantes fue encarcelado en 1597 por haberse quedado con unos dineros de la recaudación de impuestos. Años antes se había batido a duelo con un hombre llamado Antonio Sigura a quien le dio “dos cuchilladas en la cabeza muy bien dadas”, como escribió luego. Fue acusado de homicidio y sentenciado a perder una mano. Huyó a Italia y se enroló en el ejército. Luchó contra los turcos en la batalla de Lepanto, donde fue herido y perdió un brazo. De una u otra manera, todo aquello hizo parte de su obra. Todo aquello fue historia. Más tarde, leí que Rimbaud fue atacado a bala por su antiguo amante, Verlaine, con que Nietzsche terminó su vida racional en Turín, abrazado a un caballo, y descubrí que Kafka sólo pudo superar sus culpas escribiendo y echando al fuego algunos de sus textos.
Todos ellos, y muchos más, pusieron “su enfermedad en el arado”, como decía Nietzsche. Contaron la historia desde sus penas, y fueron historia, tal vez porque una y otra vez hicieron parte del bando de los perdedores.