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Cursaba cuarto de bachillerato en el Liceo de Antioquia cuando Estanislao Zuleta Velásquez decidió salirse del colegio para terminar de leer “Los hermanos Karamazov” o “La montaña mágica”, jamás lo aclaró. Luego, con los años, y retomando las palabras que su tío Fernando Isaza les dijo a su madre y a sus tías, explicaría una y otra y otra vez que había dejado la escuela porque le quitaba demasiado tiempo para sus estudios. “El gusto por el conocimiento tenía que ser un gusto por el conocimiento mismo; el conocimiento no era un instrumento para obtener una nota o título”, solía repetir varios años después, cuando dictaba charlas por las aulas de algunas de las universidades de mayor renombre de Cali y Bogotá y ya no necesitaba de mayores presentaciones.
Sus textos, sus ideas, habían logrado pesar más que cualquier título u honor, surgidos en general de las conveniencias. Desde los 16 años había elegido el camino más difícil, y con lo difícil como principal argumento para acceder a cierto nivel de conocimiento y sabiduría, se enfrentó a los esquemas y a las instituciones, a los dogmas, a los falsos paraísos y a los falsos positivos de cualquier índole, a los profetas de los milagros y a todos los tipos de milagros que no tuvieran que ver con las dificultades. “En lugar de desear una filosofía llena de incógnitas y preguntas abiertas, queremos poseer una doctrina global, capaz de dar cuenta de todo, revelada por espíritus que nunca han existido o por caudillos que desgraciadamente sí han existido”, escribió entre tantas otras cosas en su “Elogio de la dificultad”.
Por años y más allá de su adolescencia, fue uno de los discípulos de Fernando González Ochoa, con quien su padre, Estanislao Zuleta Ferrer, se veía a menudo y a quien le escribía cartas con sus impresiones sobre la vida, la no vida, la insidia, la hipocresía, la trivialidad y la política colombianas. Cuando Zuleta Ferrer falleció, el 24 de junio de 1935, en el mismo accidente en el que perdió la vida Carlos Gardel, González Ochoa le prometió a su viuda, Margarita Velásquez, que siempre estaría presente para su hijo, de solo cuatro meses de edad. Con los años, le abrió las puertas de Otraparte, su casona en Envigado, y le prestó y le regaló libros, pero sobre todo, conversó con él y con todos aquellos que cada fin de semana se tomaban un bus de escalera y llegaban a Otraparte para verse, charlar, discutir, escribir y cuestionar.
Pasado un tiempo, las clases del “maestro Zuleta” en la Nacional y la Libre de Bogotá, y en la Universidad del Valle, empezaron a llenarse de todo tipo de gente que pretendía escuchar a aquel hombre de barba y gafas cuadradas, de andar pesado y hablar lento que ponía de revés todo lo que se creía tan derecho y tan normal, y tan justo y bueno y deseable, y que decía cosas como que la meta no podía ser un fin de vida pues el éxito era superficial y falso, y potenciaba la duda, y dudar, y el descubrir, y hacía énfasis en lo difícil y esencial que era “valorar positivamente el respeto y la diferencia, no como un mal menor y un hecho inevitable, sino como lo que enriquece la vida e impulsa la creación y el pensamiento, como aquello sin lo cual una imaginaria comunidad cantaría el eterno hosanna del aburrimiento satisfecho”.
