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Fue de pronto y en medio de una conversación un martes cualquiera en la tarde cuando caí en cuenta de que tal vez aburrirse no era aburrido ni tan aburrido como decían y repetían por todos lados si le quitaba a la palabra capas y capas de definiciones, de usos, de intereses comerciales e ideológicos, de herencias, y llegaba a otra definición, a otro concepto, y sobre todo, a otra acción. Entonces empecé a comprender, por ejemplo, que el sistema y sus apéndices publicitarios se habían dedicado a hacerle la guerra al aburrimiento, pues en gran medida el aburrimiento no vendía. Ni vendía ni vendió ni dejaba plata ni compraba votos ni arrojaba likes ni marcaba números ni producía resultados medibles e inmediatos. Nadie iba a comprar una cerveza para aburrirse.
Nadie iba a viajar a una playa para caer en profundos estados de aburrimiento, y tampoco iba a comprar la lotería para volverse aburrido ni a enamorarse del aburrido de la clase. Nos habían educado con miedo al aburrimiento, y poco a poco y cada vez más ese aburrimiento se fue transformando en un monstruo de mil cabezas que nos acechaba segundo a segundo y esquina tras esquina. En más de una ocasión nos amenazaron con el castigo eterno del aburrimiento si no estudiábamos, si no leíamos, si no corríamos, y en unas cuantas oportunidades nos condenaron a una, dos o tres horas de aburrimiento por haber quebrado un jarrón o alguna porcelana, por habernos peleado con alguien en la escuela o por haber llegado a la casa con una libreta de calficaciones llena de unos y ceros.
Nos pasearon por letras apocalípticas que describían el infierno como un eterno aburrimiento, y nos llevaron a creer que Rubén Blades había creado “El solar de los aburridos” como una especie de recreación de aquel primer infierno, y nosotros lo permitimos. O mejor, pero nosotros lo permitimos. Cuando nos aburrimos, sentimos que ese era nuestro merecido castigo por una, por otra e infinidad de culpas, y terminamos por odiar ese estado. No nos dimos cuenta cuenta de que podíamos cambiar aquel estado de tedio por un estado de creación, por un camino de imaginación, de descubrimiento, o por un momento de contemplación. No quisimos darnos cuenta de que estaba en nosotros cambiarle el significado a la palabra, y de que dependía solo de nosotros hacer de lo aburrido lo verdaderamente valioso y enamorarnos más del detalle y de la observación que de la máquina y el oro.
