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El todo que termina en nada de Juan Carlos Onetti y Roberto Arlt

Fernando Araújo Vélez

30 de noviembre de 2025 - 06:10 a. m.

En uno de aquellos encuentros de cafetín en el centro de Buenos Aires en los que Juan Carlos Onetti y Roberto Arlt fumaban y no dejaban de fumar y a veces se callaban y mencionaban algún libro de Dostoievski, “Los demonios”, casi siempre, o un poema de Baudelaire, parecía que jugaran a corregirse textos, cuando en realidad Onetti iba detrás de Arlt, lo perseguía, pues había leído un manuscrito suyo, “Tiempo de abrazar”, y había dicho que era la mejor novela que se había escrito ese año en Buenos Aires. El texto de Onetti terminó por desaparecer. Tal vez él mismo lo echó a la basura, como dijo siempre que hacía con los borradores de las hojas que no le gustaban, o se extravió en algún trasteo, en un viaje o en una apresurada y lluviosa noche de amores furtivos.

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Con el tiempo, algunas de sus escenas y personajes construyeron otras de sus novelas, “El Astillero”, “Los adioses”, “El pozo”, “Cuando ya no importe”, y parte de Santa María, su ciudad fantasma, medio Montevideo, medio Buenos Aires, donde, como escribió, “tanto daba la lástima como el odio, que un tolerante hastío”, y donde “el hambre no era ganas de comer sino la tristeza de estar solo”. Arlt siguió en su mente, como lo describió, con “la cabeza pálida y saludable, un mechón de pelo negro duro sobre la frente, una expresión desafiante que no era deliberada, que le había sido impuesta por la infancia, y que nunca lo abandonaría”. Había sido un niño sin juguetes, dos comidas al día y veranos de pies descalzos, que se había inventado “El juguete rabioso” precisamente por sus carencias.

Una y cientos de veces le habían dicho que Arlt no tenía amigos, y que los que había tenido se habían esfumado, que su novela de “Los siete locos” era un plagio de la traducción al lunfardo que había hecho de “Los demonios” y de “Los hermanos Karamazov”, que en ella, su astrólogo era Stavroguin, y el demonio que se le aparecía a Erdosaín era el mismo mismo que perturbaba a Iván Karamazov. Le habían repetido hasta la saciedad que no sabía escribir y que trataba a las patadas la gramática, que sus cuentos eran desdeñables, y sus columnas en “El Mundo”, pérfidas. Y sin embargo, pensaba y se preguntaría, “¿quién nos va a reproducir la mejilla pensativa, el perfil desgraciado y cínico de Roberto Arlt en el sucio boliche bonaerense de Rio de Janeiro y Rivadavia, cuando se llamaba Erdosaín?”

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Cuando Onetti escribió de Arlt en un prólogo de “El juguete rabioso”, dijo que Arlt “No atacaba a nadie por envidia, estaba seguro de ser superior y distinto. Evocándolo puedo imaginar su risa frente al pasajero trucho del ‘boom’, frente a los que siguen pagando, con esfuerzo visible, el viaje inútil y grotesco hacia un todo que siempre termina en nada. Arlt, que sólo era genial cuando contaba de personas, situaciones y de la conciencia del paraíso inalcanzable”.

Por Fernando Araújo Vélez

De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.fernando.araujo.velez@gmail.com
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