Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
La última vez que Freud y Lou Salomé se encontraron, en la primavera de 1928, recordaron una que otra vivencia de los tiempos en los que ella estaba decidida a aprender todo lo que pudiera sobre el psicoanálisis, y más allá, todo lo que lograra descifrar de aquel hombre que solía sonreír ante sus ocurrencias, que le había confesado un día que él no enseñaba “otra cosa que a lavar la ropa sucia de otra gente”, y quien una oscura tarde de la primavera de Weimar de 1911, entre oscuros descubrimientos y casi negros presagios, le dijo, “Incluso las cosas más oscuras sobre las que conversamos usted las mira como si fueran Navidad”. Según Salomé, Freud “se rio mucho de mí por la vehemencia con que me empeñaba en querer aprender su psicoanálisis”.
En una de las primeras sesiones de trabajo que tuvieron, le comentó sobre la necesidad imperiosa de “hablar sin contemplaciones ni miramientos sobre temas, por su materia u otros motivos, mal reputados, que eran precisamente los que estaban en cuestión”. Freud se enfrentaba a sus teorías, o a sus principios de teorías, “con la más rigurosa objetividad”, sin desecharlas ni calificarlas. Observaba, indagaba, buscaba, siempre con la disposición de entregarse a “lo más exacto”, convencido de que detrás de cada uno de los gestos de sus pacientes, o de los simples seres humanos de todos los días, había una o varias razones de ser, una o varias motivaciones. De alguna manera, el gesto, la reacción, eran puertas, hendijas, ventanas o portones de escape.
Para 1928, ya Freud llevaba cinco años de luchas contra un cáncer oral. Pese a sus dificultades para hablar y para oír, Salomé recordaría que “surgían aún diálogos de aquella especie inolvidable de antes de sus largos años de sufrimiento”. Entonces hablaban de 1912, cuando ella profundizaba en sus estudios psicoanalíticos y dejaba en la recepción de su hotel la dirección a la que iba, si salía, para que Freud la pudiera encontrar. Uno de aquellos días, le dejó su “Oración a la vida”, un texto al que Nietzsche, su gran amigo de antaño, le había puesto música. “En el mejor de los humores, leyó en voz alta los últimos versos: ‘Para pensar, para vivir milenios / vuelca de lleno todo lo que traes. / Si no tienes más fortuna ya que darme, / Enhorabuena - aún tienes tu dolor…‘”
Cuando Freud terminó, dobló la hoja y le dio un golpe con ella a su sillón. Dijo que no, que por ahí no pasaría: “Me basta y me sobra un buen catarro crónico para curarme de semejantes deseos”. Salomé le preguntó si recordaba aquel instante. Freud respondió que sí, que por supuesto. Ella le dijo que “Aquello que yo una vez parloteé en mi entusiasmo, usted lo ha hecho”. Después, ruidosa, incontrolada, se echó a llorar. “Freud no respondió. Sólo sentí su brazo alrededor de mí”.
