Su irresponsabilidad fue su suerte, dijo en abril del 92, y fue como si siempre lo hubiera dicho, porque se sentía orgulloso de no tener profesión ni obligaciones y de sentir que no tenía la necesidad de defender una doctrina o de hablar de grandes temas universales a la manera de los grandes filósofos universales. Emil Cioran era un “pensador privado”, como se lo admitió a Georg Carpat Focke en una entrevista publicada en el diario Neuer Weg de Bucarest. Vivía como escribía y escribía para él. Pensaba que los griegos habían sido los primeros y los últimos grandes filósofos pues vivían su filosofía, y admiraba a Diógenes y a los “cínicos”. Para él, la filosofía era un asunto más de la calle y del vivir que de la universidad, las aulas y las rimbombantes instituciones.
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“Yo me digo que la universidad liquidó la filosofía. No totalmente, pero casi… No voy a llegar hasta el punto de exagerar como Schopenhauer, pero tiene mucha razón en sus críticas”, dijo unas líneas después, luego de haber afirmado que el hombre no podía alcanzar otra cosa que la ilusión de la libertad “y no la libertad misma”. Él fue libre y tal vez más libre que muchos de sus amigos y de sus detractores, aunque haya vivido enclaustrado entre las reglas de una sociedad que ya no tenía un objetivo claro, como solía decir, y que estaba a punto de desmoronarse, de destruirse, muy a pesar de que aparentaba progreso e ingenio. En últimas, todo aquello que los humanos habían emprendido y logrado se había vuelto contra ellos.
El menor de los movimientos era nefasto, escribía. Para él, “Vivir de verdad es vivir sin objetivo. Eso es lo que propugna la sabiduría oriental, que comprendió perfectamente los efectos negativos del actuar”, del progreso, las tecnologías, los avances, los descubrimientos, las grandes invenciones y sus consecuencias. De alguna manera, como decía el milenario Dao de Jing, Cioran vivió como el sabio que renunciaba al abuso, al exceso y a la opulencia. Se fue de su tierra, Rumania, a los veintitantos sin decir adiós y llegó a París por una beca, pero se dedicó a darle vueltas a Francia en bicicleta. Cuando regresó, su director de tesis le dijo que era mucho más difícil e importante darle la vuelta a Francia en bicicleta que hacer un largo y tedioso trabajo de grado, y su estado académico quedó en una pausa que luego fue una infinita pausa.
Dio clases un año en la Universidad y ese fue todo su trabajo de contratos, sellos y papeles en la vida. Después se aisló y escribió y “comprendió”, como repetía, porque era un fracasado que no aspiraba a nada, y si escribió y publicó fue porque escribiendo lograba pasar de un año al otro y aliviar sus obsesiones, y luego, ver esa obsesiones y sus explicaciones en forma de libro le hacía sentir que de algún modo se había librado de sus demonios.