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Él era Madame Bovary, “Madame Bovary ces’t moi”, como se lo confesó Flaubert a su amiga Amélie Bosquet cuando le preguntó de dónde había sacado a ese personaje, y lo era pues como él, ella vivía inmersa en un mundo ideal, de ilusión en ilusión, porque quienes la rodeaban eran tan obvios, tan monigotes en serie, y decían cosas tan repetidas y se comportaban de una manera tan a la moda, que terminaba por inventar sus palabras, sus gestos, sus deseos. Sólo la invención salvaba a Emma Bovary de su marido, Charles, y de sus parientes, y de los chismes, y de la sociedad y la rutina, e incluso de sus amantes. Solo el arte salvó a Gustave Flaubert de la fealdad y la tontería, que de alguna manera, se complementaban. Entre todas las mentiras, solía decir, el arte era la menos mentirosa.
En una de sus lecciones, a finales de los años 70, Estanislao Zuleta escribió que la susceptibilidad de Flaubert a la tontería “lo llevó a escribir una obra titulada ‘Diccionario de las ideas recibidas o catálogo de las opiniones elegantes’”. Allí repasaba algunas de las sandeces y clichés que decía la gente, “con los cuales elaboró un catálogo de tonterías organizadas en orden alfabético”. Flaubert se consideraba feo, y desde niño lo habían tratado en su casa como a un tonto, comparado una y otra vez con su hermano Achille. Había aprendido a medio hablar a los seis años, y en la escuela, sus libretas de notas estaban repletas de calificaciones en rojo. Jean-Paul Sartre se agarró de aquella especie de condena y escribió un tratado sobre él de tres mil páginas, hojas más, hojas menos, al que llamó “El idiota de la familia”.
Roland Barthes explicó que Flaubert había sido “el último escritor clásico, pero como ese trabajo es desmesurado, vertiginoso, neurótico, molesta a las mentes clásicas, desde Faguet hasta Sartre. Por eso se convierte en el primer escritor de la modernidad: porque accede a una locura”. La locura de Flaubert, en palabras de Barthes, no dependía “de la representación, de la imitación, del realismo”, era una locura del lenguaje, de la escritura, con tintes de nervios alterados y visiones, y una alta dosis de paranoia. En últimas, era un grito hacia el mundo para que alguien se despertara. En una de sus cartas a Louise Collet, poeta, amiga y amante, le escribió, “tengo la convicción de haber muerto varias veces”. Moría todos los días, sobre todo cuando no lograba plasmar en el papel lo que pensaba.
Resucitaba luego de una y mil correcciones, cuando descubría un nuevo hilo, un nuevo interrogante. Entonces se llamaba un “hombre-pluma”, y aclaraba que lo sentía “a través de la pluma, a causa de la pluma”.
