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Para Nicolás Gómez Dávila, la humanidad tenía tres enemigos declarados, pero no lo sabía o no quiso saberlo, inmersa como estaba en las infinitas promesas de felicidad que se multiplicaban a su alrededor en palabras como “éxito”, “premio”, “meta”, “poder” y “realización”. No era consciente de su presencia, no lo fue, y por lo tanto, jamás comprendió la magnitud de su daño. Se dejó tocar por ellos, el demonio, el Estado y la técnica. Se dejó seducir, engañar, y al final cavó su propia tumba. El demonio, que era la perversión de la trascendencia, como lo reseñó Franco Volpi en su prólogo de “Escolios a un texto implícito”. El estado, que entre más crecía, más disminuía al individuo, y la técnica, una permanente tentación de lo posible, una eterna promesa de lo perfecto.
“El Anticristo es, probablemente, el hombre”, escribió en uno de los aforismos de sus primeros escolios. Luego afirmó, “Hoy no hay por quien luchar. Solamente contra quién”, y explicó algunas de sus sentencias con su interpretación sobre la democracia, “el sistema para el cual lo justo y lo injusto, lo racional y lo absurdo, lo humano y lo bestial, se determinan no por la naturaleza de las cosas, sino por un proceso electoral”. Decía, escribía, pensaba y les repetía a quienes lo visitaban en su casona de la Once con 77 en Bogotá que sólo la muerte era demócrata, que las democracias describían un pasado que jamás había existido y predecían un futuro que nunca se realizaría, que “Los hombres son menos iguales de lo que dicen y más de lo que piensan”, y que “todo individuo con ‘ideales’ es un asesino potencial”.
Solía repetir que “La voz del pueblo… es una voz, y nada más”, y consideraba que únicamente se podían evitar la contaminación y el compromiso en la soledad, “La lucha contra el mundo moderno tiene que ser solitaria. Donde haya dos hay traición”. Él fue un solitario casi de tiempo completo. Gran parte de sus estudios los hizo en su casa, pues los médicos le habían prohibido salir para que no se agravara una neumonía crónica que le habían diagnosticado, con profesores particulares que le enseñaron el latín y el griego, y con quienes debatía sobre Nietzsche, Kant, Jacob Burckhardt, Pascal y Tucídides, entre tantos y tantos. Después, se convenció de que la universidad era una pérdida de tiempo y aprendió francés, inglés, alemán, algo de italiano, algo de ruso, hasta el punto de que varios de los treinta mil o más libros que tenía en su biblioteca estaban en otros idiomas.
Sus amigos y familiares le decían “Colacho”, y de cuando en cuando le hacían bromas por su viejo Volkswagen amarillo, que cada vez rugía más fuerte y en el que parecía no tener espacio. Gómez Dávila sonreía, y en instantes cambiaba de tema. Entonces hablaba, por ejemplo, de los colombianos. “Características del colombiano: imposibilidad de lo concreto; en su manos todo se vuelve vago; falta de moralidad; la noción del deber es desconocida; la única regla es el miedo del gendarme o del diablo; en su alma ninguna estructura moral, ni intelectual, ni social; ignora toda la tradición; sometido pasivamente a cualquier influencia, nada lo marca; nada fructifica, ni dura, en ese suelo de contextura informe, movedizo, plástico e inconsistente”.
