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Primero fue la imagen. Luego, la palabra. Tal vez por eso yo siempre pensé en imágenes, con imágenes, y he escrito con imágenes que me han acechado y atacado, y que de cuando en cuando se mezclaron con alguna canción que también se volvió imagen. Los hechos me llevaron a imágenes que viví, que leí, que descubrí en una película, en una pintura, o que algún cantor me relató en alguno de sus cantos, y en todas esa imágenes había descripciones, y la suma de ellas era, fue un pedazo de mi vida, aunque no la hubiera vivido en realidad. Fui Al Pacino como El abogado del diablo cuando se declaró el último de los humanistas pues él no juzgaba a los humanos, y fui Shatov, uno de los demonios de Dostoievski, cuando admitió que había sido feliz pero no lo sabía.
Fui un extra de extras que salió en Antonia para recitar a Schopenhauer y sentenciar que el mundo era un infierno, “habitado por almas atormentadas y demonios”, y fui demonio y alma atormentada y una especie de espíritu sin nombre brincando por entre los girasoles de Van Gogh. Fui Mersault, embebido de sin sentido en El extranjero de Camus, y fui Ramiro da Silva en la Maestra Vida de Rubén Blades, y con él le canté a gritos a la Vida y confesé que tenía amigos y enemigos, “amores que me han querido y rostros que niegan verme”. Fui Vicente Feliú cantándole a alguna enamorada sin nombre, “Créeme, cuando te digo que el amor me espanta, que me derrumbo ante un te quiero dulce, que soy feliz abriendo una trinchera” y fui la canción del elegido de Silvio Rodríguez.
Fui pirata, ladrón, sacerdote, vagabundo, borracho de pueblo, fabricante de campanas, un infiltrado en cuanta mafia hubo, anduve por agrestes e infernales tierras como llanero solitario, y a caballo, entre riachuelos y caminos de piedra, fui el caballo blanco de José Alfredo Jiménez, y “a paso muy lento” seguí mi camino solo para serle fiel al corrido, a Jiménez, y al caballo blanco, que en últimas era yo. Fui el gato triste y azul de Roberto Carlos, y una y mil noches me perdí en la oscuridad de algún armario para jugar a escaparme del mundo. Fui uno de los ilusos monstruos que pintaba Rooskens, y como monstruo, subí y bajé las escaleras de los cuadros de Maurits Cornelis Escher. Desde allí salté hacia las abstracciones de Kandinsky, y como un saltimbanqui de cualquier calle y cualquier ciudad, de brinco en brinco y de imagen en imagen, acabé enredado entre las letras y párrafos de este texto.
