La primera vez que Germán Espinosa vio a León de Greiff fue en el viejo café del Automático, pleno centro de Bogotá. Espinosa, como escribió en sus memorias, “La verdad sea dicha”, tenía 15 años, parecía de 12, acababa de llegar de Cartagena y aguardaba con ansiedad que le publicaran su primer libro, “Letanías del crepúsculo”. De Greiff era uno de los asiduos visitante del café. Aquella tarde “fue haciendo aparición por la puerta, altivo, impresionante, señorial como era”. Llevaba una boina vasca y un eterno cigarrillo “encajado en una boquilla muy larga, de marfil, que lo hacía más extravagante”. La gente hizo silencio, y del silencio pasó a un tenue murmullo. Corrían los días de la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla.
Algunos minutos más tarde, de Greiff se trasladó a una mesa y empezó a escribir a mano. Espinosa lo observaba, casi extasiado, pero en un segundo aquella escena de película se transformó. Un hombre vestido de negro, saco y corbata, bigote a lo mexicano, irrumpió, se paró en el centro del café, sacó un revólver y empezó a disparar al techo, “mientras gritaba que los intelectuales eran una manada de maricones. León de Greiff se alzó como resortado de su asiento y corrió desalado en dirección al ‘Mezanine’”. Espinosa escribió que entonces, y como a borbotones, recordó uno de los versos de la “Canción de Sergio Stepansky”, de De Greiff, “… despéineme un balazo del pecho el vello fino…”.
“Vi aves / graves, / aves graves de lóbregas plumas / -antipáticas al hombre-”, había escrito 20 años antes de Greiff, cuando aquellos matones vestidos de negro como pájaros empezaban a pulular y a amedrentar y callar a quienes pensaban y decían y escribían lo que sus jefes no querían que se pensara, dijera y escribiera. Dos años después de los tiros en el Automático, De Greiff se quedó sin empleo. Gastó las suelas de sus zapatos y sus vestidos yendo y volviendo por Bogotá en busca de algún trabajo decente, y se inventó una y mil excusas para no tener que aceptar las reiteradas invitaciones de sus amigos y no tan amigos a almorzar. Apenas si dejaba que le fiaran un par de cafés y un paquete de cigarrillos en El Automático.
“Juego mi vida, cambio mi vida / de todos modos / la llevo perdida…”, habrá dicho decenas de veces, como lo escribió en otras tantas. Entonces se fue Rojas Pinilla, llegó Lleras Camargo y lo nombraron asesor en la embajada de Suecia. En Estocolmo se hizo amigo del rey Gustavo Adolfo, y habló con él de las vidas perdidas, de poesía y de amores olvidados, y en distintos viajes conoció a Pablo Neruda y a Miguel Ángel Asturias y se peleó con ellos cuando le insinuaron que “se hiciera invitar” a un festival en Moscú.