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Comencé a tomarme en serio cuando iba por la mitad del juego, y el juego entonces se hizo obligación, se hizo destino, ganar o perder y nunca diversión.
Y yo jugaba a la vida, ni más ni menos que eso. Jugaba a la vida sumergiéndome en sus miles de vericuetos, sin que me importaran los riesgos, porque el riesgo era jugar, y el juego era vivir, y vivir era sentir cada uno de los segundos de un minuto, de una hora. Vivir era olvidar las obligaciones, las competencias desangradas, las aspiraciones a un cargo, el dinero, claro. Vivir era jugar y yo jugaba a vivir, pese a las enseñanzas de los mayores y a sus desastrosos vaticinios sobre el futuro. Pero el futuro es ya, pensaba yo, el futuro es hoy, siempre es hoy, decía y me lo repetía para convencerme de que podía vivir en el futuro en medio del juego.
Hasta que me soltaron un yunque de mil toneladas encima, un yunque que era tomarme en serio, y tomarme en serio incluso el juego. El yunque eran los estudios, eran el trabajo y los horarios. Eran el matrimonio y construir una familia y seguir tomándome en serio, y pagar impuestos y endeudarme con una casa y un carro y viajar una vez al año y ahorrar para el futuro. De nuevo aquel futuro, que ya era futuro pero al mismo tiempo no llegaba jamás. Tomarme en serio era ser un robot, vestirme como lo exigían otros, pensar como lo exigían otros, amar la patria, amar al vecino, tener y mostrar y respetar y ser decente. El yunque era amar hasta que la muerte nos separe, amar para compartir aquello que eran sólo deudas y mandatos e imposiciones. El yunque era amar a tal hora y no volverme a perder en la mirada de una mujer.
El yunque me llevó a sentenciar que la vida era tener que vivirla. Y para vivirla se necesitaban tragos, pero no para volar sino para huir. Y pastillas, pero no para soñar, sino para caer en un letargo. El futuro, ya para entonces, era un inmenso anhelo de libertad, un infinito deseo de volver a jugar sólo por jugar. Fue cuando llegaron ciertas canciones y ciertos libros, y unos me llevaron a otros y a un filósofo que me enseñó que debía romper. Rompedme las tablas, decía. Y rompí, o comencé a romper. Rompí amores, deudas, herencias. Rompí mandatos, costumbres, certificados, diplomas, victorias y derrotas que eran inventos humanos. Rompí la idea tan acendrada de que el mundo era el culpable de mí, de que los demás eran los culpables de mi no futuro. Rompí hasta las deudas, aunque me quedó una pendiente, pues aún me ronda por ahí no haberle dado más juego a aquel muchacho que jugaba a la pelota sólo por jugar. Sólo por sentir.
