Durante siete años, y a partir del 16 de junio de 1902, Albert Einstein salió todos los días desde su casa, giró a la izquierda, pasó por la torre del reloj de Berna, que daba la hora para todos los demás relojes de la ciudad, y se instaló en su oficina en el edificio de Correos de Berna con el cargo de “Experto técnico de clase tres de la Oficina Federal de propiedad intelectual de Suiza”. Su jefe, un señor llamado Friedrich Haller, le decía casi día de por medio que debía permanecer “siempre críticamente vigilante”. Einstein terminó de aprender en su trabajo de patentes que cada premisa debía ser cuestionada, que las opiniones generalizadas, por más mundialmente generalizadas que fueran, tenían que argumentarse, y que algunas evidencias supuestamente demostradas no siempre desembocaban en verdades.
La torre del reloj era un ejemplo y lo llevó a cuestionar lo que había dado por cierto. Pasados unos meses de su invariable rutina, y después de haber leído a David Hume, a Ernst Mach y su “Desarrollo histórico-crítico de la mecánica”, a Baruch Spinoza y su “Ética”, y a Henri Poincaré, empezó a comprender, como lo había escrito Hume, que el tiempo no era un valor absoluto y que no era independiente de los objetos observables cuyos movimientos nos permitían definirlo. Dependía de los otros. “La teoría de la relatividad se insinúa ya en el positivismo. Esta línea de pensamiento tuvo una gran influencia en mi trabajo, especialmente Mach y todavía más Hume, cuyo ‘Tratado de la naturaleza humana’ había estudiado con avidez y admiración poco antes de descubrir la teoría de la relatividad”.
Gran parte de sus descubrimientos surgieron cuando en las vacaciones de Pascua de 1902 decidió publicar un aviso clasificado en el diario de Berna en el que ofrecía clases particulares de física. Entre paréntesis, aclaraba que las clases de prueba serían gratuitas. Su aviso fue respondido por un estudiante de filosofía rumano, Maurice Solovine, que en palabras de Walter Isaacson en su biografía sobre Einstein, “no había decidido si quería ser filósofo, físico u otra cosa”. Cuando tocó el timbre de la casona anunciada en el aviso, escuchó una voz grave, decidida, y las palabras “Aquí dentro”. Solovine contaría luego que apenas vio a Einstein, lo impresionó “por el extraordinario brillo de sus grandes ojos”. Esa tarde conversaron durante dos horas, y luego siguieron charlando y derrumbando viejas teorías.
Einstein le dijo a su nuevo compañero de estudios que volviera cuando se le antojara, que sería gratis, y las charlas se mezclaron con lecturas y volaban las hipótesis. Unos días más tarde se les unió un estudiante de matemáticas, Conrad Habicht, y entre los tres formaron una pequeña sociedad a la que llamaron “Academia Olimpia”, que era de todo un poco, y más que nada, una ironía hacia las verdaderas, institucionalizadas, burocráticas y anquilosadas academias a las que habían asistido. Einstein jamás dejo de resaltar la importancia de aquel grupo en su vida. Cuando cumplió 74 años, escribió en una tarjeta de conmemoración que sus mofas habían dado en el blanco y dejó entrever que de aquellos tiempos había surgido parte de su teoría de la relatividad.