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Hubo un tiempo en el que nada era de nadie, o por lo menos, uno tenía esa sensación, simplemente porque apenas “andaba con lo puesto”, como decía en una canción Joan Manuel Serrat, y lo puesto bien podía uno cambiarlo por tres canicas de colores, un carrito a escala de James Bond o una pelota de fútbol, pesada y con unos cuantos chichones, pero pelota y de fútbol. Las grandes pasiones, la ansiedad y las depresiones, los negocios y la bolsa de valores no existían, o por lo menos, nadie hablaba de eso en medio de un juego. Lo que importaba era el juego, e incluso, rumiar cada noche y por decenas de noches una equivocación garrafal que había costado una victoria. Por aquellas épocas, uno se equivocaba y le ponían castigos, y uno los cumplía y volvía a equivocarse.
Eso parecía que era la vida. Uno no era muy consciente de sus equivocaciones, y si alguien se las hacía ver, decía en tono solemne que la vida en gran medida era la consecuencia de los errores, y los seguía cometiendo y esperando el castigo de rigor. Pasados los años, uno empezaba a darse cuenta de que en gran medida era así, y hasta llegaba a extrañar aquellos antiguos errores. Las equivocaciones. Los extrañaba con todo lo que los había rodeado, los viejos tiempos, los amigos de entonces, los que llegaron después, las ropas y las locuras, y verse muy a lo lejos, casi que en blanco y negro, huyendo de la escuela y de los profesores, sentado en la banca de un parque desaparecido ya, inventando compañeros y adversarios imaginarios, hablando y jugando con ellos para ganarle al aburrimiento.
Pasado otro tiempo, uno comprendía que el aburrimiento también era esencial en la vida. Que por tratar de desaburrirse uno había imaginado y había creado personajes y monstruos, que a veces eran lo mismo, y que se había dedicado a leer para ser el protagonista de las historias que contaban los libros, y que después había empezado a escribir sus propios relatos para construir un mundo, y que escribiendo uno había empezado a observar a la gente con sus cosas, sus equivocaciones y sus sueños, y a entenderla un poco en vez de juzgarla, igual que a uno mismo. Con unos años más uno comprendía, por fin, que realmente casi nada era suyo, que si algo le había pertenecido, al menos por un rato, eran precisamente las equivocaciones, las tardes de aburrimiento, los amigos imaginados, sus juegos, y los cuentos que se había inventado.
