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Se gritaron muchas cosas, y aunque ninguno entendió bien, todos supieron que debían ocultarse bajo sus sórdidas mantas y aguardar, inmóviles, a que terminara de pasar el Don, a quien algunos llamaban Serrucho, y otros, sencillamente, Pedro.
Vieron desfilar sus botas de militar gastadas, botas sonoras contra el pavimento, carcomidas en los tacones, sucias. Vieron su ejército de guardaespaldas, 20 o más pares de zapatos ordinarios que iban y se daban vuelta para vigilar todos los costados. Los oyeron irse y escucharon, también, las acostumbradas voces del barrio que retornaban, primero tímidas, susurrantes, luego graves, dicharacheras, y por fin, airosas, casi exultantes.
De pronto un viejo pidió silencio, el dedo entre sus barbas blancas, largas, enmarañadas. Todos le obedecieron. Dijo que el Don tal vez volvería, pues no había cobrado su “impuesto”. Sus interlocutores asintieron. Murmuraron, cuchichearon, porque unos no tenían con qué pagar. Nadie les había avisado que ese sábado sería día de cobro. Los otros no tenían cómo salvarlos. A fin de cuentas, la palabra ahorro hacía mucho tiempo, años, no se oía por El Cartucho. El viejo barbas blancas sugirió tentar al Don con un recibo, con un atado de droga o una pistola, tal vez. Los ilíquidos negaron con la cabeza. Ni droga ni pistolas ni nada. Desde hacía muchos días, semanas, no “coronaban”. Incluso uno de ellos, todos lo sabían, había muerto dos días antes en un atraco. Decían, dijeron que sus propios socios lo habían expuesto en medio de las balas. Igual, nadie lo quiso jamás, sentenciaban luego para sacarse de encima las culpas. El tipo se quedó rezagado en la huida porque no le avisaron que les habían tendido una celada. Los descubrieron en pleno robo. Alguien habló a cambio de unos pesos, de inmunidad callejera, de droga. Alguien, uno de ellos, uno de los que ahora hablaba sobre la posibilidad de largarse por una semana.
Todos lo sabían, pero ninguno lo señalaba. Para qué. En la calle no hay amigos, pero tampoco vale la pena matarse por un enemigo de poco peso. El viejo opinó que lo más sensato sería esperar, pues no era lógico que el Don y sus esbirros hubieran pasado para luego regresar. Sus vecinos se relajaron. De una u otra forma, siempre habían deseado que alguien, otro, dijera lo que ellos mismos querían que ocurriera, o mejor, que no ocurriera. Con la noche encendieron sus rutinarias fogatas. Quemaron allí hasta el último rastro de alma que les quedaba. Entonces oyeron el ruido de los motores de las camionetas del Don y vieron su figura a contraluz, todopoderosa, incansable, infinita.
El viejo se levantó de su cambuche para ir a recibirlo. Nadie oyó qué se dijeron. Sin mayores aspavientos se metieron en una casona de techos muy altos que alargaron el sonido de dos balazos secos. El Don salió cuando sus protectores iban a buscarlo. Lo revisaron como a una porcelana. Después se marcharon con él.
