Quiero seguir creyendo que por ahí, alrededor del mundo, hay miles de señores colgados de un inmenso maletín repleto de cartas, y que muchas de esas cartas deciden el destino de una vida, o incluso, el futuro de un país, o su no futuro, como ocurrió con una que le escribió Lenin a Trotski para que se hiciera cargo de la revolución de octubre cuando él se muriera, pero que su secretaria jamás envió. Por debajo de la mesa, decidió llamar a Stalin para contarle de la carta, y Stalin voló a mitad de la noche para ir en busca de aquella especie de testamento, lo rompió y se tomó el poder en Rusia. Quiero seguir creyendo que aún hay carteros, o mensajeros privados, por llamarlos de alguna manera, dedicados únicamente a su oficio, y que llevan de un lado a otro órdenes trascendentales, como la de Lenin que jamás le llegó a Trotski.
Quiero seguir creyendo que habrá nuevas películas sobre carteros y cartas, como El cartero llama dos veces, o el de Neruda en la isla de Capri, que llevaba poemas y regresaba con cartas de amor, o de desamor, que es casi lo mismo, que alguien hace canciones como Please Mr. Postman de las Marvelettes en los 60, o A veces llegan cartas que te dan la vida, que te dan la calma, y que otro alguien escribe alguna novela como Javier Marías y Así empezó todo lo malo, cuya trama se rompe por una carta-confesión-bomba que llegó a tiempo, pero su destinataria dijo que no y con ese no definió por siempre y para siempre su vida y la de su amante. Quiero seguir creyendo que entre los libros de las bibliotecas que queden hay cartas que son secretos que duran más allá de la muerte, y manuscritos perdidos como los de Rilke y sus Cartas a un joven poeta.
Por iluso, por idealista, por nostálgico o tonto, por todo lo anterior y por mucho más, quiero seguir creyendo que en este preciso instante, en un lejano rincón de alguna habitación, un hombre le está escribiendo una carta a un Querido y remoto muchacho, como lo hizo Sábato años atrás, y en ella le dice cosas como que “La verdadera justicia sólo la recibirás de seres excepcionales, dotados de modestia y sensibilidad, de lucidez y generosa comprensión”, o como “porque el triunfo es una especie de vulgaridad, una suma de malentendidos, un manoseo; convirtiéndote en esa asquerosidad que se llama un hombre público”. Quiero seguir creyendo, sí, que una tarde de estas llega un cartero con su pila de sobres y deja una carta remitida a mí en un buzón, y que en una hoja, escrita a mano, alguien me invita a recobrar la vieja autenticidad que exponíamos en las antiguas cartas.
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