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Pero puestos a acercarnos a ver las cosas como son y no como uno quisiera que fueran, muchas veces la parte más sencilla de la muerte para un muerto fue morir. Morir y no tener que ver cómo los vivos se trenzaban en peleas de barrio o de juzgado por el cadáver, y más que por los restos, por sus herencias. Morir y no saber que lo vivido por cada muerto terminaba convirtiéndose en un interminable reguero de falsedades, de voces que cuenten lo que nunca fue, de historias inventadas o parcialmente inventadas y de palabras jamás dichas, pero pronunciadas por los vivos como si hubieran sido parte de una calmada conversación del día anterior.
Moriremos. “Que de morir tenemos”. Algunos muertos serán invocados en lúgubres sesiones de espiritismo, y una voz trémula, grave, suplantará sus voces y dirá cosas que jamás dijeron con palabras que nunca pronunciaron. Otros serán traicionados en sus ideales, sus deseos y su dignidad, y más tarde o más temprano habrán sido convertidos en un póstumo engranaje de dinero. Si era artista, cada una de sus obras, cada uno de sus autógrafos y todos sus objetos se multiplicarán por millones. Si era un simple y anónimo ciudadano, como usted o como yo, cada copa que tomó entre sus manos, su reloj y tal vez un anillo, se transformarán en una infinita sucesión de cuentos y relatos.
Puestos a ver las cosas desde lo “humano, demasiado humano”, para recordar a Nietzsche, más que a la morida y al morir, habría que tenerle pánico al postmorir. El postmorir definirá por años y decenas de años quiénes fuimos, qué hicimos, cómo vivíamos, qué decíamos y qué dejamos. El postmorir determinará si éramos buenos o malos o perversos, y en estos tiempos de linchamientos, de calificativos, generalizaciones y radicalismos provocados, si un día nos robamos una botella de vino, nos definirán como ladrones, y si otro día defendimos algunas posturas de Lenin, nos tacharán de izquierdistas. Seremos la memoria que cuenten nuestros vivos.

Por Fernando Araújo Vélez
