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“¿Sabes qué ya no soy?”, le preguntó en una de las páginas de “Los invictos” Ringo a su amigo y compinche Bayard Sartoris, que además era el hijo de su amo. “¿Qué?”, le contrapreguntó su compañero. “Ya no soy un negro, me han abolido”. Ringo, como Bayard, andaba por los 15 años y había tenido que padecer las muertes, penas, miedos, peligros y vaivenes de la Guerra Civil de los Estados Unidos, uno de los temas preferidos de William Faulkner. Los dos muchachos vivieron y se asombraron cuando supieron de la ley de abolición de la esclavitud (La Proclamación de Emancipación, del 1 de enero de 1863, emitida por el presidente, Abraham Lincoln), y tardaron casi toda una vida en comprender cómo un simple papel con unas letras impresas y unas cuantas firmas podía trastocar las razas, los colores, la posición social y el poder.
El propio Faulkner se lo había preguntado veladamente a través de sus novelas, de sus cuentos, ensayos y guiones para cine, y conversaba sobre esos y otros asuntos en las noches, casi siempre fumando pipa y con un vaso de whisky entre las manos. La esclavitud, los negros, los “exnegros”, las plantaciones de algodón, las relaciones entre amos y siervos, sus amistades, y la devoción que él sentía por su niñera, una “exnegra” llamada Caroline Barr, lo fueron forjando desde niño, cuando en las reuniones de su casa de New Albany, y más tarde, de Oxford, Misisipi, y en las comidas y antes de acostarse a dormir escuchaba una y otra y otra vez las historias de los mayores sobre la Guerra Civil, y deliraba con los cuentos sobre su bisabuelo, William Clark Falkner, uno de los héroes de la familia, del sur y de la nación.
Antes de los 15, su madre, Maud Butler, y su abuela Lelia y su niñera, le enseñaron a leer y a escribir, y más que a leer y a escribir, a conocer sobre la historia y la obra y las vidas que plasmaban en sus libros Charles Dickens, los hermanos Grimm, James Joyce, Franz Kafka. Después, en New Orleans, mientras pintaba casas o manejaba lanchas para sobrevivir, conoció a Sherwood Anderson, “un autor poco valorado en los Estados Unidos”, como dijo luego en una entrevista para París Review, y comenzó a escribir y a pensar y se convenció de que sus escritos debían ser mejores que él, y también, de que se tenía que volver amoral en aras de su obra, pues en últimas, él solo debía ser responsable ante sus libros. Cambió su apellido original, Falkner, por Faulkner, por un error de tipeo de una editorial, creó, ensayó, murió y vivió a través de sus personajes, leyó, buscó, encontró y desechó, y ante la recurrente pregunta sobre la inspiración, dijo: “No la conozco, la he oído mencionar, pero nunca la he visto”.
