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Luego de que algún periodista le preguntara si seguía firme en su decisión de retirarse del tenis este año, Danielle Collins respondió que sí, y después soltó una frase que dejó en silencio a sus interlocutores: “No puedo controlar la culpa por el éxito. Es algo en lo que debo trabajar”. Los medios, como en las películas y en las novelas, se centraron en contar que no había querido recibir un ramo de flores que le había llevado la organización del abierto de tenis de los Estados Unidos por su retiro, y casi al unísono la calificaron de ingrata, de grosera y demás. Querían, o mejor, necesitaban indignar al público para multiplicar sus clics, el tráfico, que se ha convertido en la mayor medida del “éxito” de los últimos tiempos. Nadie le preguntó qué había querido decir.
Minutos antes, Collins había perdido su primer partido en el torneo ante Caroline Dolehide. Apenas quedó sellada su derrota, fue hasta la red para abrazar a su rival, saludó a la juez de silla, tomó su bolso de raquetas, toallas y bebidas, y se marchó sin mirar hacia atrás. Antes de que comenzara el juego le había advertido a los organizadores que no quería homenajes. Más tarde aclaró que no se sentía bien siendo el centro de todas las miradas, que ya había tenido suficiente atención a lo largo de su carrera, y que no le gustaba celebrar sus logros. Pese a la prensa y a los altares levantados para los triunfadores, de alguna manera, a su manera y con la fuerza y la claridad de sus palabras, había marcado un antes y un después en la historia del US Open, e incluso del deporte.
Seria, como en la cancha. Profunda, sincera, algo adolorida, había echado a volar por el ambiente la infinita idea de las culpas en el juego y por el juego, pero no por la derrota. Le había abierto una ventana a la culpa por el éxito y al éxito, que hizo del deporte su razón de ser. Había cuestionado la victoria a cualquier precio y a desorbitantes precios, y recordaba lo que decía el barón Pierre de Coubertin, creador de los modernos Juegos Olímpicos, cuando aseguraba que lo más importante de las justas olímpicas era competir, no ganar, y a algunos personajes como Mohamed Alí, Sócrates, Illie Nastase, César Mennoti y etcétera, que trascendieron ese mundo de cruda competencia diciendo y demostrando que el juego por el juego era más importante en la vida que ganar o perder.
Danielle Collins se fue y se llevó consigo su bolsa de culpas y verdades por haber hecho del juego, del jugar, de la disciplina, de la precisión y la armonía y la imaginación, un negocio en el que ella misma ganó varios millones de dólares a través de la ecuación ‘yo gano y me exhibo-tú me pagas’.

Por Fernando Araújo Vélez
