Para Herman Melville, Moby Dick era mucho más que todo. Era la aventura, la vida, la muerte, la literatura, las pasiones, el amor y el odio, algo de venganza, un sentido de vida, su primer pensamiento al levantarse en las madrugadas, y el último antes de dormirse. A bordo de un ballenero, supo y leyó que en 1820, un barco, el Essex, había sido destrozado por una ballena en los mares del Pacífico frente a las costas de Chile, y que apenas habían sobrevivido ocho de sus 21 tripulantes. Él mismo, Melville, se había echado a los mares a los 18 años, luego de la muerte de su padre. Viajó en distintas embarcaciones, volvió a tierra firme y en 1841 se subió al Acushnet. En la isla de Nuku Hiva de las Islas Marquesas, Mares del sur, se bajó con un compañero a dar una vuelta para conocer y saber, pero fue puesto preso por una tribu caníbal.
Escuchó las acusaciones. Vio y sintió la furia de los aborígenes. Se opuso a sus decisiones. Fue insultado, golpeado y herido. Un mes después, los taipi lo vendieron a la tribulación del Lucy Ann. Allí fue condenado a prisión por haber hecho parte de un motín. Lo dejaron en las Islas de la Sociedad, hasta que otro barco lo subió a bordo y regresó a Boston. Allí conversó sobre sus viajes, escribió, y en el 46 publicó su primera novela, “Taipi”, en la que mezcló la historia con sus datos, la ficción con la supuesta realidad, contada por decenas de cientos de hombres como él, y tres años después se volvió Ismael, uno de los personajes de Moby Dick, y como Ismael, persiguió a la ballena blanca y acompañó al capitán Ahab en su búsqueda de venganza por haberle arrancado una pierna. Lo definió como “un hombre raro, raro, raro”.
“Taipi” fue comentada, alabada y multiplicada, y Melville decidió seguir escribiendo. Creó “Omoo” y “Mardi”, pero la crítica comenzó a ignorarlo. En 1850 le comentó a un amigo que estaba trabajando en una gran obra, y la tituló “La ballena”. Después le cambió el título, en parte, porque casi nadie hablaba de su novela, en parte porque ya Moby Dick hacía parte de su vida y era más que su todo. Cuando Melville murió, en Nueva York, el 28 de septiembre de 1891, su gran ballena blanca y el capitán Ahab, Ismael y Queequeg, un caníbal, príncipe de una isla perdida del Pacífico, creyente de un dios al que llamaba Yojo, y cada tuerca y cada lámina y cada tablón del ballenero Pequod estaban sepultados. Incluso, en algunos de sus obituarios, los autores escribieron que Herman Melvill era el autor de Mobie Dik.
Era un libro “imposible”, dijeron algunos de los críticos. El resto se dejó llevar por el primer comentario, igual que los libreros de entonces y los que aparecieron después, hasta que hacia 1930, algún perdido modernista lo rescató y habló de vanguardias y de sentido filosófico y contagió a otros modernistas. Moby Dick resucitó 39 años después de la muerte de su autor y logró que la gente volviera a hablar de Melville, que lo despreciara por sus excesos y que lo ovacionara por sus libros, e hizo que volvieran del ostracismo obras como “Bartleby el escribiente”, “Benito Cereno” y “El embaucador”.