Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.

Las pequeñas e inmensas memorias de Saramago, y sus mentiras

Fernando Araújo Vélez

20 de julio de 2025 - 06:10 a. m.

Sus “pequeñas memorias”, en realidad fueron inmensas e infinitas memorias, los relatos de relatos de un montón de historias con sus imágenes y personajes que luego, muy luego, llevaron a José de Saramago a escribir “El evangelio según Jesucristo”, “El hombre duplicado” y “Las intermitencias de la muerte”, “Todos los nombres” y “Ensayo sobre la ceguera”, “El año de la muerte de Ricardo Reis”, y otras novelas y libros de ensayos y poesía, y a pensar y a recordar y a encontrar el origen de su escritura. Allí, él era el niño que fue y que se dejó llevar por el niño que había sido, como escribió en el “Libro de los consejos”.

PUBLICIDAD

Allí contó que el Saramago con el que lo habían bautizado se le había ocurrido a última hora al funcionario del registro civil que lo había inscrito, pues estaba borracho y entre sus vivos sueños le había parecido que el original José de Souza era lacónico. La familia del pequeño José, ‘Zezito’, como lo llamaba su tía María Elvira, no supo de su nuevo apellido hasta que el niño cumplió siete años y tuvo que llevar la partida de bautismo para matricularse en una escuela de primaria. Saramago era el nombre de una planta, y así le decían a su familia en el pueblo desde tiempos remotos, o mejor, en la aldea de Azinagha, que en árabe significaba calle estrecha.

Allí recordó su primer poema, dedicado a una tal Ilda Reis, “Cautela, que nadie oiga / el secreto que te digo: / te doy un corazón de loza / porque el mío va contigo”, y allí se preguntó si sus recuerdos eran realmente suyos, u otra cosa, “memorias ajenas de episodios de los que fui inconsciente y de los que más tarde tuve conocimiento porque me los narraron personas que sí estuvieron presentes, si es que no hablaban, también ellas, por haberlos oído contar a otras personas”. Allí escribió que uno de sus abuelos, el paterno, de nombre Jerónimo, había sido entregado a un hospicio al nacer, La casa de la misericordia de Santarém, que era árabe y se había enredado con una Beatriz María cuyo nombre no se podía mencionar en casa.

Read more!

Allí habló de un tal Julio que iba a visitar a unos vecinos y era ciego. “Lo que más me desagradaba de él era el olor que desprendía, un olor a rancio, a comida frita y triste, a ropa mal lavada, sensaciones que en mi memoria siempre quedarían asociadas a la ceguera y que probablemente se reprodujeron en el “Ensayo”. Y allí admitió que cuando ingresó en el Liceo Gil Vicente se convirtió “en el mayor mentiroso que jamas me sería dado conocer”. Mentía sobre su padre, sobre sus tías, su vida y los amores que jamás había tenido, y se inventaba la trama de películas que no había visto y contaba cosas que decían algunos libros que jamás leyó. De algún modo, como rezaba más o menos uno de sus versos, él era un ‘cuento de cuentos contando cuentos, nada’.

Por Fernando Araújo Vélez

De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.fernando.araujo.velez@gmail.com
Conoce más
Ver todas las noticias
Read more!
Read more!
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.