Nietzsche dijo “Dios ha muerto” y con sus palabras le clavó un puñal al cristianismo. Encendió la polémica, y para destruir aquella frase, sus enemigos se han dedicado durante 130 años a destruirlo a él. Lo han difamado de todas las formas posibles y lo mataron en decenas de miles de ocasiones después de que hubiera muerto dos veces. La primera, de locura. La segunda, por una neumonía. Sin embargo, sus libros, su pensamiento y sus frases siguieron dando vueltas y vueltas por ahí, y se multiplicaron casi hasta el infinito, muy a pesar de la orden de silencio y sangre que algunos impartieron.
Alguna vez dijo que él ya no aspiraba a la felicidad sino a su obra. De alguna manera, su obra era su felicidad. Se aferró tanto a los libros, a sus escritos e ideas, que por su obra lograba olvidar de tanto en tanto sus migrañas, el dolor en los huesos, la acelerada ceguera, el desvarío. Desde niño se entregó por completo a aquello en lo que creía, y si de adulto mató a Dios, en su infancia y durante gran parte de la adolescencia lo veneró. Tal vez su crimen comenzó a gestarse desde la decepción que fue sintiendo cuando comenzó a comprender que nada era como se lo habían dicho.
Él, que se había educado bajo los preceptos de su padre, el pastor Carl Ludwig Nietzsche. Él, que según Werner Ross, uno de sus biógrafos, parecía entrar en trance cada vez que escuchaba El Mesías de Händel, que solía decir que todo era obra de la mano bienhechora y santa de Dios, y que el día de su confirmación le escribió a un amigo, Wilhelm Pinder, “Con la seria promesa entras en la fila de los cristianos adultos que son genios por merecedores del más preciado legado de nuestro Salvador…”, afirmó y subrayó muchos años después que sólo creería en un Dios que “supiese bailar”.
Entonces habló de las tres transformaciones del ser humano. De “Cómo el espíritu se convierte en camello, cómo el camello se convierte en león, y cómo el león, por fin, se convierte en niño”.