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León Tolstoi: una vida de verdad

Fernando Araújo Vélez

15 de junio de 2025 - 06:10 a. m.

Los primeros tiempos en los que León Tolstoi se sintió asqueado de su vida fueron antes de cumplir 30 años. Había perdido en juegos de shtoss, de bacará y whist y en apuestas con sus camaradas del ejército de Crimea la hacienda de sus familiares en Yasnaya Polyana, y otras tierras y casas y cientos de caballos y millares de vacas y toros, y se la pasaba de cama en cama, de borrachera en borrachera y de fiesta en fiesta. Nueve años antes, en 1847, había tomado posesión de la casa y se había propuesto reducir el trabajo de sus siervos, pero ellos desconfiaron. Desconfiaban de ellos mismos, de los vecinos, de los jefes y hasta de los amigos. Tolstoi se marchó a Moscú y vivió allí como un aristócrata sin rumbo. Después se enroló en el ejército y se dedicó al juego, llevado por las modas de Europa y por un relato de Pushkin.

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Se sentía avergonzado de las riquezas que había heredado de sus padres, Nikoái Ilich Tolstoi y Mariya Vólkonskaya, y de no tener un propósito. Quería, necesitaba, “una vida de verdad”. Como confesó en su diario, estaba tan asqueado consigo mismo que le hubiera gustado olvidar su existencia. Regresó en 1856. En palabras de Orlando Figes, “Como habían hecho los populistas en su ‘marcha hacia el pueblo’, se propuso emprender una vida nueva, una vida de sinceridad moral que estuviera basada en el trabajo en el campo y en la hermandad del hombre”. Tres años más tarde, convenció a algunos estudiantes “eslavófilos” para que lo acompañaran en los campos de Yasnaya Polyana y fundó con ellos la primera de sus escuelas para los niños de la región. Incluso, les dio a sus trabajadores algunas de sus tierras.

Aunque no los comprendía, deseaba ser o haber sido un hombre de campo. Tolstoi era todo fuerza. Fuerza física, mental, de voluntad, de idealismo y de lucha. Fuerza para cargar un ternero en sus espaldas, y fuerza para escribir novelas como Guerra y Paz y Ana Karenina. Cuando se reunía con los niños de la aldea, les decía: “Voy a abandonar mis propiedades y mi estilo de vida aristocrática para convertirme en un campesino”. No obstante, era noble. Entre los nobles, se vestía y comía y vivía como la nobleza y de la nobleza, aunque se avergonzara de ello, y de cuando en cuando decía que los campesinos eran una causa perdida. Entre los campesinos, usaba camisas blancas y anchas, remendaba sus zapatos, y se debatía entre enseñarles a Chéjov y a Pushkin y a Gógol, o dejarlos ser porque solo en la naturaleza y la sencillez había sabiduría.

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Cuando murió, el 20 de noviembre de 1910 en la estación de trenes de Astápovo, era algo así como la moral de Rusia, o la moral que querían los rusos para sí. Él ya no creía en morales, y menos, en la suya. Días atrás se había ido de su casa muy de noche, vestido muy de negro, huyendo de todo, de todos y de su vida.

Por Fernando Araújo Vélez

De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.fernando.araujo.velez@gmail.com
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