Cuando pasen los años y apenas logremos recordar que éramos muy humanos, quedarán los textos escritos a mano en papeles de cuaderno, y algunos otros, pasados por máquinas de escribir o computadoras, e impresos en papel de periódico, de revista o de libro, y todas esas palabras y frases y párrafos escritos a veces a las carreras, a veces con pasmosa lentitud, serán recuerdos, testimonios, historias, leyendas, así no estuvieran en un principio destinados a hacer parte de ninguna memoria. Y serán vida y formas de vida aunque parezcan letra muerta, porque puestos a profundizar, ni hay ni habrá letras muertas, más allá de los dichos y los refranes que a través de los siglos han querido hacernos creer que sí. No habrá letras muertas ni en las cartas que escribimos hace tantos años, ni en los textos de computador, ni en los folletines de novela, ni en los anuncios de publicidad ni en las enciclopedias ni en las canciones.
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No habrá letras muertas ni siquiera en las nubes de internet, pese a que algún amante de los viejos y muy viejos tiempos haga predicciones apocalípticas sobre virus que acaben con todos y cada uno de los millones y millones de archivos que se han ido escribiendo en estos últimos veintitantos años digitales. Es más, tampoco estarán muertas las letras que vamos escribiendo en nuestra imaginación, pues por más etéreas que parezcan, por más efímeras que terminen siendo algunas de ellas, unas y otras fueron, son y serán el primer paso de muchos otros pasos e ideas y relatos y figuras, tramas, citas y pedazos de versos y poemas que luego serán un texto y pasarán a un papel, o incluso, sí, al artificio de ese mundo paralelo en el que estamos inmersos, incrustados y presos entre pantallas y más pantallas.
Cuando pasen los años y volvamos atrás a este hoy y a aquel ayer en los que éramos felices sin saberlo, añoraremos esa felicidad de la que no fuimos conscientes y hasta extrañaremos las palabras que no dijimos, las que guardamos y escondimos por temor o por amor o por las dos, y comprenderemos hasta qué punto nuestra vida fue distinta precisamente por nuestros silencios, o por no haber querido ser tan sensatos de darnos cuenta de la vida que vivíamos y de lo importante que era cada una de las palabras que decíamos, que callábamos o escribíamos.