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Pocos días después de cumplir 11 años, cuando su abuela y su madre y su hermano intentaban convencerlo de que comenzara a trabajar porque hacía falta la plata, porque la comida escaseaba y el futuro era incierto y en su casa vivían al día o menos que eso, Albert Camus le comentó sus penas y su no futuro a Louis Germain, un profesor del Liceo Bugeaud de Argel que le prometió que le iba a conseguir una beca y lo convenció de que siguiera estudiando. Camus era entonces un niño de la calle y por la calle, los zapatos rotos, el pantalón corto deshilachado, la camisa desteñida, las tirantas de su padre, muerto en la Primera Guerra Mundial, recosidas y vueltas a coser.
Jugaba al fútbol cuando podía, casi siempre de portero para no gastar mucho la suela de sus zapatos, y jugando al fútbol conoció la moral de los humanos y parte de la vida, “Pronto aprendí que la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente no suele ser siempre lo que se dice ‘derecha’”. En las noches se acercaba a las lámparas de los parques para leer. En las mañanas, buscaba a su profesor para caminar a su lado, callar a su lado y hablar de tanto en tanto. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, Germain se alistó en el ejército y le dejó una carta.
Pasados 12 años del final de la guerra, y muchas idas y vueltas y conflictos y luces y oscuridad, Camus recibió el Nobel de literatura. En la sesión de entrega en Estocolmo, a finales de 1957, recordó a su maestro con un breve texto en el que le decía: “No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero me ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido”.
Luego comenzó a escribir “El primer hombre”, una novela inconclusa que se publicó 34 años después del accidente que acabó con su vida, en enero de 1960. En el maletín que llevaba estaba el manuscrito, que era un viaje hacia su infancia, hacia sus miradas de origen y hacia las lecciones de Germain, porque con él y en sus clases, los niños “sentían por primera vez que existían y que eran objeto de la más alta consideración: se les juzgaba dignos de descubrir el mundo”.
