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Michel de Montaigne y sus enemigos

Fernando Araújo Vélez

31 de agosto de 2025 - 06:00 a. m.

Él fue el tema de sus libros, y observando, descubriendo, escribió: “Yo no pinto el ser sino el pasar”. Mientras jugaba con su gato, se preguntaba si no era más bien el gato el que estaba jugando con él, y en la medida en que escribía y volvía a escribir, más comprendía que el más profundo sentido del escribir era hacerlo, sin la pretensión de condenar, sin el fin de halagar, sin el objetivo de vender, sin la ilusión de que los críticos dijeran que sus textos eran pertinentes o profundos. Michel de Montaigne escribió luego de que una hija, un hermano y el amigo más cercano se murieran, y de que un caballo lo hubiera embestido. Desechó los honores que heredó y las posesiones de sus antepasados, e incluso en dos ocasiones se negó a ser alcalde de Burdeos por edicto real, pero el rey Enrique III le ordenó que aceptara el cargo.

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Dejó muy en claro hacia 1580 en su “Diario de viaje” que los mayores enemigos para su salud eran el tedio y la holganza. “La melancolía me mata y me irrita”. Algunos años más tarde, en 1588, escribió que el mayor enemigo de la verdad no era la mentira, sino la ilusión de saber la verdad, y que sentía un profundo odio “por la arrogancia importuna y discutidora que se cree y se fía por entero de sí misma, enemiga capital de la disciplina y de la verdad”. Su aprendizaje le demostró una y otra vez cuánto le restaba por aprender. En su tiempo lo calificaron de “politique”, un partidario de aquellos que querían acabar con las guerras de religión. Por ello, en reiteradas ocasiones se negó a tomar partido por lo blanco o por lo negro, por lo santo o lo sacrílego, por lo bueno o por lo malo.

Sin embargo, habló en más de una oportunidad de los enemigos, que no eran enemigos por ser personas, pues creía y defendía la diversidad del ser humano, “ondulante y diverso”, sino por su rigidez y autoritarismo, por su propensión a creer, a repetir, y a seguir creyendo y repitiendo en lugar de buscar un saber dentro de sí. En un principio, Montaigne consideraba que filosofar era aprender a morir, como lo habían dicho Séneca y Epicteto, entre varios otros. Con el paso del tiempo y sus exploraciones, llegó a comprender que filosofar también era aprender a vivir. Desde sus dudas, desde su debilidad y su ignorancia, concluyó que el único camino para aprender a vivir era la introspección. En “La inconstancia de nuestros actos”, diferenció entre tipo y carácter.

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Para él, los gustos y las mañas, los gestos, podían definir a alguien, pero su postura, como lo explicó Jacques Barzun en su libro “Del amanecer a la decadencia”, era inamovible, “típica”. El carácter, en cambio, era cambiante, una montaña repleta de subidas y bajadas. Según Barzun, en la realidad el carácter solo existía en la literatura, porque en la vida de todos los días y en general, nadie tenía ni tiempo ni oportunidad para observar a alguien tan hondamente, tan profundamente, como Montaigne se observó a sí mismo.

Por Fernando Araújo Vélez

De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.fernando.araujo.velez@gmail.com
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