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Mientras corro, a paso muy lento, como cantaba en una de sus rancheras José Alfredo Jiménez, voy tratando de marcar el ritmo de varias canciones, aunque ninguna me dé la velocidad que quiero, o mejor, aunque yo no sea capaz de mantener ningún ritmo. Igual, sigo. Corro y me sorprendo de poder darle una, o dos, o cinco vueltas a la manzana de un parque, cuando unos cuantos meses atrás solo podía correr 20 metros, y eso si estaba de buenas. Corro. Miro. Pienso. Cuento uno, y dos, y tres. Oigo mis pasos entre los pasos de la gente con la que me cruzo, el tenue rugir del viento contra los árboles y el sonsonete del comprador de chatarras, que de tanto aturdirnos todas las mañanas ya hace parte del paisaje de sonidos de la ciudad.
Corro. Miro las infinitas hendijas de las aceras de esta ciudad, las leves subidas y bajadas de los andenes, recuerdo los desfalcos de tantos y tantos constructores, y me pregunto si esas inclinaciones casi imperceptibles harán mella en mi diaria intención de correr cada cuadra uno o dos segundos más rápido, pero de inmediato me arrepiento y me doy imaginarios golpes de pecho por caer en esa absurda y nociva espiral de competencias, carreras, victorias y éxito, y como tocado por un duende, aminoro una vez más el ritmo y pienso en la lentitud, en el caballo blanco de José Alfredo Jiménez “que en un día domingo feliz arrancara”, en mi intención pospuesta uno y otro y otro día de andar despacio y mirar despacio, de leer y escribir despacio y de cuidar cada segundo de cada momento.
Corro. O troto, para no dejarme contaminar por las modas del todo a prisa, todo efímero, todo cambiable, desechable, removible, y mientras cuento uno, dos tres, escucho a un niño que le dice a su madre que le entregue “ya” el premio que le había prometido, pierdo la cuenta que llevaba y entiendo, comprendo con total claridad que en el mundo de los premios, el premiado es un esclavo, y el que otorga los premios o las recompensas, una especie de dios que le suma a su viejo poder más poder con cada premio que concede. Quien premia, quien condecora, como la mamá del niño, como la empresa de libros o de discos, como el político, es el dador de los favores, y como en las películas, quien recibe un favor queda en eterna deuda que más tarde o más temprano tendrá que pagar.
