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En aquellos tiempos de guerra y de persecuciones en los que cualquier vecino podía ser un delator y cualquier labriego u orfebre podía ser un espía, Miguel Hernández Gilabert intentó vender un reloj que le había regalado años atrás Vicente Aleixandre para pasar por Rosal de la frontera, Huelva, llegar a Portugal y salvarse de los agentes franquistas que lo buscaban, pero el joyero de segunda mano que cerró el negocio por unas cuantas pesetas llamó a uno de sus amigos, que era amigo de los gendarmes del pueblo, y fue detenido. Era el 3 de abril de 1939. La Guerra civil española había concluido, pero los odios y las venganzas apenas se iniciaban. Hernández era republicano, y también, comisario político militar comunista, y más allá de todo aquello, y sobre todo aquello, era poeta.
Había empezado a escribir sus versos en Orihuela, su pueblo, 12, 15 años atrás, de adolescente y mientras pastoreaba las ovejas de su padre. Primero, a mano, con su letra de antes de la guerra, y luego en una máquina Corona muy usada que cargaba consigo adonde iba. En los campos leyó a Góngora y a San Juan de la Cruz, a Paul Verlaine y a Rimbaud, a Cervantes y a Lope de Vega. En los campos amó, descubrió, murió y resucitó y empezó a tomar partido, y cuando se marchó suponía, muy bien suponía, que pasaría hambre, que algunos días no tendría de qué escribir o no encontraría las palabras, y que luego sería perseguido por haber tomado partido. Cuando supo de su muerte en una de las tantas cárceles a las que lo llevaron luego de que lo apresaran en Huelva, Octavio Paz escribió que lo había conocido en 1937.
“Lo conocí cantando canciones populares españolas, en 1937. Poseía voz de bajo, un poco cerril, un poco de animal inocente: sonaba a campo, a eco grave repetido por los valles, a piedra cayendo en un barranco”, dijo en su ensayo “Recoged esa voz”. Un año antes de aquel encuentro, en enero, Miguel Hernández había escrito “Temprano levantó la muerte el vuelo, / temprano madrugó la madrugada”, un poema a su amigo del “alma tan temprano”, José Marín Gutiérrez, a quien llamaba Ramón Sijé, y quien había fallecido el 24 de diciembre del 35. “Un manotazo duro, un golpe helado, / un hachazo invisible y homicida, / un empujón brutal te ha derribado”, decía una de las estrofas de su “Elegía”, que cerraba con unas línea que atravesó campos y tiempos y demasiada sangre, “Que tenemos que hablar de muchas cosas, / compañero del alma, tan temprano”.
