Ese irónico y silencioso delirio de escribir y de seguir con nuestras escrituras, aún a sabiendas de que una obra se construye a fuego muy lento, palabra tras palabra, y de que necesitamos toda una vida para hacerla, y al final seguro dudaremos de poderla llamar obra, o de que seamos dignos de que alguien nos diga “escritores”. Esa locura de arriesgarnos a contar una historia, a nuestra manera, con nuestros ritmos e ideas, con nuestros personajes, que a la postre son los más honestos de nuestros pocos interlocutores, y de hacerlo y correr el riesgo de que nadie la lea, y seguir a contracorriente de las modas y el éxito, de los manuales y las mediciones, solo por contar una historia y por saber que nadie más contó “esa” historia.
Esa infatigable demencia de ver en todo un posible relato, y de creer con la fe de los locos que cada persona con la que nos cruzamos tiene un cuento por contar, o una novela por escribir, y que puede ser el personaje principal de alguno de nuestros textos, así le cambiemos un poco la mirada y transformemos algunos de sus rasgos en aras de la credibilidad, pues como lo han dicho decenas de decenas de escritores, a veces la realidad es más ficticia que la ficción. Esa delirante costumbre de querer ir por la vida descubriendo vida, vidas, de caminar redactando frases al ritmo de nuestros pasos, diciéndolas a solas y a media voz ante la curiosa y a veces atónita mirada de quienes pasan a nuestro lado, casi siempre dejándonos atrás, inmersos en sus prisas y en sus día a dia.
Esa sosegada obsesión de revisar una y mil veces cada párrafo, cada frase, y eliminar una coma para ponerla después, como decía Óscar Wilde, y esos repentinos ataques de prisa por terminar un capítulo para que la idea no se nos vaya, para que no se refunda entre el marasmo de pensamientos y de ideas que nos atacan. Esa indefinida ansiedad de borrar y borrar, de andar de un lado al otro esperando milagros pese a que sabemos que jamás van a llegar, de despertarnos a las tres de la madrugada con una frase en la cabeza con la convicción de que es la frase que necesitamos, y al día siguiente olvidarla, o recordarla y reírnos de nuestra propia tontería. Ese perverso temor a repetirnos. Este eterno y serio juego de andar en estado de escribir.