Uno no es el que es por herencia física, creo, sino por millones de vivencias y de la influencia que la gente y los animales y el mundo y la historia han tenido en esas vivencias. ¿Qué es primero? Ni idea. Es que yo ni recuerdo mi vida. Es mía, y es lo único que tengo en realidad, y pese a eso es como si jamás hubiera existido. No puedo saber de dónde provienen mis odios, y tampoco mis amores, si es que hay, pero me niego rotundamente a pensar que nací con ellos.
Sería estúpido que los seres humanos naciéramos tal y como somos. Es como si un gran genio salido de una botella nos dijera “Acá está tu vida, y tienes libertad, haz con ella lo que se te dé la gana, pero lo que hagas con ella está condicionado por las características que yo te puse al nacer, así que harás en últimas lo que yo quiero que hagas, ningún mérito será tuyo y no podrás desprenderte de esta maldición”. Odio, amor, temperamento, todo determinado. Como quien dice, robots. Maquinitas.
Pienso y analizo y vuelvo a pensar y me quedo horas y horas en esas. La verdad es que me encanta pensar, aunque me atormento cuando acabo por concluir que del pensamiento principal siempre se desprenden otros, que se subdividen en unos más, y así sucesivamente. Digresiones, como las denominan los diccionarios. De las razones de la existencia paso en cinco segundos a la cantidad de poros que tienen los perros en su nariz, y lo peor es que jamás llego a ninguna respuesta, ni sobre la vida ni sobre las narices de los perros, pero igual, me encanta pensar. Sentarme en el banco de un parque, o en mi cama, o en la sala de mi casa, prender un cigarrillo y darle rienda suelta a mi mundo. Si hay una sola felicidad, cosa que dudo, o mejor, que no creo para nada, diría que mi felicidad es esa: pensar.
Por eso en parte escribo, y escribo a mano la mayoría de las veces, para fijar esos momentos de plenitud, para dejar constancia de algunos de mis mágicos viajes mentales en un papel. Luego los leo, los repaso, y me aterro, si es que logro entender mi propia letra. A veces es un terror feliz, sí, porque más allá de que haya escrito una idea macabra, la más macabra que se me haya ocurrido, me extasía no solo haberla pensado, sino haberla escrito más o menos como quería, y esos, esos ya son dos milagros.