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Él mismo relató que una mañana cualquiera del otoño de mil novecientos veintitantos, los guardias de la prisión a la que lo habían condenado por haber seducido a una mujer con artes de magia blanca fueron por él a su celda para cumplir con algún trámite burocrático más, pero al llegar no hallaron más que cobijas, almohadones y papeles. Él, Hermann Hesse, había pintado un tren dentro de un paisaje repleto de riachuelos y montes y árboles, y cuando escuchó el tum tum tum de los pasos de las botas de sus guardianes, sostuvo la respiración por un minuto, como lo había aprendido de los milenarios chinos, se encogió y se metió en uno de los vagones.
Aquella historia que parecía sacada del “Teatro mágico” de su “Lobo estepario” era parte de su propia historia, aunque jamás hubiera ocurrido. Hesse había querido ser poeta desde niño, muy a pesar de que sus padres pretendían que fuera religioso. En las decenas de escuelas e internados por los que pasó, vivió y actuó y habló y escribió como un poeta, y cada día se convencía más de que la sociedad amaba a los poetas, pero jamás, sus procesos. Luego de la escuela, trabajó vendiendo abarrotes en una tienda y fue asistente de un relojero. Tenía 15, 16 años. Intentó cortarse las venas y alcanzó a colgarse de una cuerda, pero eligió seguir transitando el camino de los poetas.
Como aprendiz de poeta, un día descubrió la biblioteca de su abuelo paterno y se sumergió en los libros de Nietzsche y de Schopenhauer, de Novalis, Höllderling y Goethe y de cientos más durante cuatro años. Entonces viajó por Sri Lanka y se estableció en Suiza. Tenía 37 años cuando estalló la primera gran guerra. Hesse se presentó como voluntario, pero no pasó los exámenes oftalmológicos. Igual, cuidó a los heridos durante un tiempo en una biblioteca, y escribió una carta para los intelectuales alemanes partidarios de la guerra. “Amigos, no en ese tono”, dijo entonces. La prensa y sus cómplices lo acusaron de traición. Él se recluyó para escribir, y en 1919 salió su novela “Demian”.
La firmó como Emil Sinclair, uno de los protagonistas, que entre tantas otras cosas decía, “quien quiera nacer tiene que romper un mundo”. Hesse rompió decenas de mundos para volver a nacer. Rompió viejas ideas y abrió nuevos mundos con sus libros, “El lobo estepario”, “Sidharta”, “El juego de los abalorios”. Se enfrentó al nazismo, protegió a Thomas Mann, a Bertolt Brecht y a unos cuantos escritores más perseguidos por el régimen, e ignoró a los críticos que una y otra vez lo sepultaron porque sus textos no eran “La Literatura” que ellos avalaban. Cuando murió, el 9 de agosto de 1962, sus obras resucitaron, rompieron viejos mundos y abrieron miles de miles de signos de interrogación entre los inconformes de los 60, que de alguna manera y con pequeñas diferencias eran como sus Demianes y sus lobos esteparios.
