Todas las mañanas y durante sus primeros cinco años de vida, Rainer María Rilke fue vestido por su madre, Sophie Entz, que no lograba asimilar la muerte de su primera hija. Rilke se llamaba René Josef Marie, usaba vestidos repletos de encajes y moños, y balacas de diversos colores pastel. Rosa, verde manzana, beige, azul. Su padre, Josef Rilke, trataba de ascender en la escala de la orden de los militares del imperio austro húngaro, pero más tarde o más temprano se estrellaba contra los designios de los generales, o incluso, contra su incapacidad. Nadie lo oía. Pocos lo veían. En su casa era una especie de fantasma que solo sabía obedecerle a su esposa, y que miraba con estupor a su hijo sin tener muy en claro si debía decirle “él” o “ella”. En el ejército apenas era una sombra de su propia sombra.
Cuando Rilke cumplió 11 años, su padre tomó la gran decisión de su vida. Lo envió a la escuela militar secundaria de Sankt Pólten, un “abecedario de horrores”, como la calificó su hijo, que pegó un tímido portazo cinco años más tarde, aduciendo serios problemas de salud. Ya entonces Praga, la Praga donde había nacido el 4 de diciembre de 1875, y donde había vivido y padecido su infancia, era para él un lugar de paso, como París, Moscú, Locarno, Munich, Berlín, Moscú, adonde viajó con su amada Lou Andreas-Salomé y conoció a León Tolstoi, y un extenso reguero de ciudades y poblados a los que llegaba y se iba. Sus biógrafos lo calificarían de narcisista, errante, contradictorio y enamoradizo, una permanente fuga, y dirían que su única pasión constante había sido la literatura, y en ella, la poesía.
Sus primeros libros, “Adviento” y “Para mi alegría”, fueron sus cartas de presentación ante los círculos artísticos de Europa. Trabajó con André Gide y Augusto Rodin, y por unos 20 meses vivió en una comuna de artistas en Francia. En una de sus tantas idas y vueltas, conoció al periodista y escritor Franz Xaver Kappus, quien le envió sus poemas para que se los criticara sin temores. En París, “a 17 de febrero de 1903”, le sugirió que dejara de enviar sus poemas a las revistas literarias y que no le preguntara a nadie más por ellos. Le escribió, “Está usted mirando hacia afuera, y precisamente es lo que ahora no debería hacer. Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie… No hay más que un remedio: adéntrese en sí mismo”. Unas líneas después lo invitó a que se preguntara si podía vivir sin escribir, y que si su respuesta era no, que no podría vivir sin escribir, que erigiera entonces su vida alrededor de la escritura.