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Que el riesgo de escribir nos lleve al delirio, y que del delirio surja la más brutal sinceridad. Que cada palabra sea nuestra palabra, y que la pongamos sobre un papel, a sabiendas, ojalá y por siempre, de que no tendremos manera de borrarla ni de reescribirla. Que sea única, indeleble, “la palabra precisa”, como decía Silvio Rodríguez, y que mientras la escribimos creamos con toda nuestra honestidad que no habrá manera de cambiarla, para que la elijamos y cuidemos cada trazo, cada letra, y más que nada, para que seamos conscientes de que los riesgos nos salvan, o nos pueden salvar si nos convencemos de que no tendremos segundas ni terceras oportunidades.
Que no pensemos siquiera en mágicos borradores ni en correctores computarizados ni en los ‘liquid papers’ de épocas atrás, y menos, en los filtros de los filtros, para que nos veamos abocados a la más absoluta de nuestras concentraciones. Que el riesgo sea un riesgo en serio, que la posibilidad eternamente latente del error nos lleve al sumo cuidado de nuestras elecciones, que lleguemos a la convicción de que cada una de nuestras palabras va a tener consecuencias, así esas consecuencias se den en cincuenta, cien o doscientos años, que actuemos todos los días con esa especie de espada sobre nuestra cabeza y que escribamos a matar o morir.
Que elijamos cada palabra, cada frase, como si fueran peldaños de una escalera. Que tengamos en cuenta que aunque parezcan una perdida línea en medio de un montón de páginas, cada una de nuestras líneas puede ser la línea que nos dé o nos quite credibilidad, y pese a que cada vez está pasando más de moda, que comprendamos una y mil veces que la credibilidad es el más preciado de nuestros valores. Que recordemos a cada instante que una sola palabra puede llevar a la libertad y al pensamiento, pero también, al incendio y al odio, y que los textos incendiarios llevan a más odio y son simplemente panfletos. Que diferenciemos, en fin, riesgo de temeridad.
